Art-23-Principios de la contratación estatal

Contenido

Los principios de que trata el Art. 23

El Artículo 23 impone un marco de conducta a las personas que participan en la contratación estatal, exigiéndoles que al desplegar su actividad deben observar y aplicar ciertos principios, postulados y reglas:

  • Los principios de transparencia, economía y responsabilidad.
  • Los postulados que rigen la función administrativa.
  • Las reglas de interpretación de la contratación,
  • Los principios generales del derecho
  • Los principios particulares del derecho administrativo. 

Al punto, orienta la Corte Constitucional: «… Igualmente, el estatuto contractual de 1993 recurrió a la técnica legislativa de formular principios que estructuran y guían la actuación de las entidades públicas en materia contractual (los propios de la contratación de las entidades públicas -transparencia, economía y responsabilidad-, los principios de la función administrativa y los principios generales del derecho administrativo) y, aunque también recurrió a formular reglas precisas, a través de los principios buscó configurar un sistema normativo completo en el que, a más de la integración con las normas civiles y comerciales, en ausencia de reglas precisas o incluso frente a ellas, las entidades públicas deben guiar su actividad hacia la materialización de dichos mandatos de optimización, que resultan también exigibles respecto de los contratistas, colaboradores de las entidades públicas en la realización del interés general.

De esta manera, el estatuto confirió importantes márgenes de discrecionalidad a las entidades públicas para satisfacer, de la mejor manera, el interés general que les es confiado. Para el estatuto de contratación, la discrecionalidad administrativa, lejos de ser un desconocimiento del sometimiento al ordenamiento jurídico y permisión de arbitrariedad, es un instrumento para la actuación administrativa eficiente y eficaz, al permitir márgenes adecuados de valoración y decisión para la toma de la decisión y la actuación que mejor responda a las necesidades de interés general. Constituye entonces la Ley 80 de 1993 un instrumento de dirección o programación administrativa legal guiada hacia satisfacción de fines -eficacia-, más que al cumplimiento de reglas concretas…» (Sentencia C-119-2020)

Antes de continuar, los invito a leer el punto 1.3. de la página en la que expusimos sobre el Art. 1 de la Ley 80: conceptos de regla y principio

Transparencia, economía y responsabilidad

Ya que a cada uno de estos principios corresponde un artículo de la Ley 80, entonces, trataremos sobre ellos en las páginas correspondientes a los artículos 24, 25 y 26 de este tesauro. 

Los postulados que rigen la función administrativa

Estos postulados se encuentran en la Constitución Política y en varias normas de rango legal, dentro de las que nos interesa especialmente el Art. 3°del CPACA. 

Sobre ellos determina la Constitución Política: «Art. 209.- La función administrativa está al servicio de los intereses generales y se desarrolla con fundamento en los principios de igualdad, moralidad, eficacia, economía, celeridad, imparcialidad y publicidad, mediante la descentralización, la delegación y la desconcentración de funciones. Las autoridades administrativas deben coordinar sus actuaciones para el adecuado cumplimiento de los fines del Estado…»

Por su parte, el Art. 1 del CPACA, expresa que las normas del procedimiento administrativo -y las actuaciones de la contratación estatal son parte de los procedimiento administrativo-  tienen como finalidad:

  • Proteger y garantizar los derechos y libertades de las personas,
  • Proteger y garantizar la primacía de los intereses generales,
  • La sujeción de las autoridades a la Constitución y demás preceptos del ordenamiento jurídico,
  • El cumplimiento de los fines estatales,
  • El funcionamiento eficiente y democrático de la administración, y
  • La observancia de los deberes del Estado y de los particulares. 

El Art. 3° de la misma codificación, determina:

» PRINCIPIOS. Todas las autoridades deberán interpretar y aplicar las disposiciones que regulan las actuaciones y procedimientos administrativos a la luz de los principios consagrados en la Constitución Política, en la Parte Primera de este Código y en las leyes especiales.

Las actuaciones administrativas se desarrollarán, especialmente, con arreglo a los principios del debido proceso, igualdad, imparcialidad, buena fe, moralidad, participación, responsabilidad, transparencia, publicidad, coordinación, eficacia, economía y celeridad.

1. En virtud del principio del debido proceso, las actuaciones administrativas se adelantarán de conformidad con las normas de procedimiento y competencia establecidas en la Constitución y la ley, con plena garantía de los derechos de representación, defensa y contradicción. En materia administrativa sancionatoria, se observarán adicionalmente los principios de legalidad de las faltas y de las sanciones, de presunción de inocencia, de no reformatio in pejus y non bis in idem.

2. En virtud del principio de igualdad, las autoridades darán el mismo trato y protección a las personas e instituciones que intervengan en las actuaciones bajo su conocimiento. No obstante, serán objeto de trato y protección especial las personas que por su condición económica, física o mental se encuentran en circunstancias de debilidad manifiesta.

3. En virtud del principio de imparcialidad, las autoridades deberán actuar teniendo en cuenta que la finalidad de los procedimientos consiste en asegurar y garantizar los derechos de todas las personas sin discriminación alguna y sin tener en consideración factores de afecto o de interés y, en general, cualquier clase de motivación subjetiva.

4. En virtud del principio de buena fe, las autoridades y los particulares presumirán el comportamiento leal y fiel de unos y otros en el ejercicio de sus competencias, derechos y deberes.

5. En virtud del principio de moralidad, todas las personas y los servidores públicos están obligados a actuar con rectitud, lealtad y honestidad en las actuaciones administrativas.

6. En virtud del principio de participación, las autoridades promoverán y atenderán las iniciativas de los ciudadanos, organizaciones y comunidades encaminadas a intervenir en los procesos de deliberación, formulación, ejecución, control y evaluación de la gestión pública.

7. En virtud del principio de responsabilidad, las autoridades y sus agentes asumirán las consecuencias por sus decisiones, omisiones o extralimitación de funciones, de acuerdo con la Constitución, las leyes y los reglamentos.

8. En virtud del principio de transparencia, la actividad administrativa es del dominio público, por consiguiente, toda persona puede conocer las actuaciones de la administración, salvo reserva legal.

9. En virtud del principio de publicidad, las autoridades darán a conocer al público y a los interesados, en forma sistemática y permanente, sin que medie petición alguna, sus actos, contratos y resoluciones, mediante las comunicaciones, notificaciones y publicaciones que ordene la ley, incluyendo el empleo de tecnologías que permitan difundir de manera masiva tal información de conformidad con lo dispuesto en este Código. Cuando el interesado deba asumir el costo de la publicación, esta no podrá exceder en ningún caso el valor de la misma.

10. En virtud del principio de coordinación, las autoridades concertarán sus actividades con las de otras instancias estatales en el cumplimiento de sus cometidos y en el reconocimiento de sus derechos a los particulares.

11. En virtud del principio de eficacia, las autoridades buscarán que los procedimientos logren su finalidad y, para el efecto, removerán de oficio los obstáculos puramente formales, evitarán decisiones inhibitorias, dilaciones o retardos y sanearán, de acuerdo con este Código las irregularidades procedimentales que se presenten, en procura de la efectividad del derecho material objeto de la actuación administrativa.

12. En virtud del principio de economía, las autoridades deberán proceder con austeridad y eficiencia, optimizar el uso del tiempo y de los demás recursos, procurando el más alto nivel de calidad en sus actuaciones y la protección de los derechos de las personas.

13. En virtud del principio de celeridad, las autoridades impulsarán oficiosamente los procedimientos, e incentivarán el uso de las tecnologías de la información y las comunicaciones, a efectos de que los procedimientos se adelanten con diligencia, dentro de los términos legales y sin dilaciones injustificadas

Aplicación de las reglas de interpretación de la contratación

Muy de antaño, en los códigos de derecho privado han existido normas encaminadas a regular o, tal vez mejor, a orientar en las tareas propias de la interpretación, no solo de las normas generales y abstractas, sino además de las estipulaciones de los contratos. (Código Civil, Arts. 24 a 32 y 1618 a 1624). Sobre este punto profundizaremos al analizar el Art. 28 de la Ley 80.

Lo que aquí vale la pena resaltar es que cuando nos hallamos en la tarea de interpretar normas relativas a la contratación estatal, las reglas de la hermenéutica deben pasar por, digamos, cuatro filtros que resultan necesarios en orden a validar el «interés general» que subyace en esta categoría contractual. 

Esos cuatro filtros o prismas se aplican no solo para interpretar el clausulado del contrato, sino además para interpretar las normas relativas a los procesos de selección, es decir, las normas legales sobre transparencia, sobre economía, sobre selección objetiva y claro está, las reglas particulares de cada pliego de condiciones.

En ese orden de ideas, dice la norma, que al interpretar, se deben tener en consideración:

  1. los fines de que trata la Ley 80 (ver Art. 3, L80),
  2. los principios de que trata la Ley 80,
  3. los mandatos de la buena fe (Ver infra), 
  4. los mandatos de la igualdad y equilibrio entre prestaciones y derechos que caracteriza a los contratos conmutativos (Ver infra) .

Aplicación de los principios generales del derecho 

Para elucidar sobre este punto, traigo a contexto, el enjundioso análisis que hizo la Corte Constitucional en la Sentencia C-284 de 2.015, pero no sin antes manifestar que existe una antigua norma –el Art. 8 de la Ley 153 de 1.887– que determina: «Cuando no hay ley exactamente aplicable al caso controvertido, se aplicarán las leyes que regulen casos ó materias semejantes, y en su defecto, la doctrina constitucional y las reglas generales de derecho

Dice la Corte sobre los principios generales del derecho: «… 5.2.7. Al lado de estas tres fuentes del derecho –Constitución, ley y costumbre- la Carta prevé la existencia de cuatro criterios auxiliares de la actividad judicial. La segunda frase del artículo 230 reconoce como tales a la doctrina, a la equidad, a la jurisprudencia y a los principios generales del derecho. Tales criterios, según lo ha entendido esta Corporación, son recursos para la interpretación que, dada su calificación constitucional, nacen despojados de toda posibilidad para “servir como fuentes directas y principales de las providencias judiciales.Se trata pues de recursos interpretativos que pueden contribuir a la fundamentación de las decisiones, pero nunca ser la razón de las mismas.

(…) 5.2.7.4. Los principios generales del derecho son también referidos en el artículo 230 de la Constitución. Sobre su significado numerosas opiniones y definiciones han sido discutidas por la teoría jurídica. Es posible identificar cuatro tipos de problemas alrededor de esta materia. En efecto, se discute (i) cuál es la definición de los principios generales del derecho; (ii) cuál es el razonamiento que debe seguirse para su identificación; (iii) cuál es la función que cumplen en el ordenamiento jurídico; y (iv) cuáles son los límites a su aplicación.

5.2.7.4.1. La primera y la segunda cuestión, aunque pueden diferenciarse, usualmente concurren en el examen de los principios. En el contexto colombiano algunos han sostenido la equivalencia entre reglas y principios generales del derecho indicando que estos se refieren (a) a las reglas que se deducen del espíritu de la legislación y que la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia ha identificado “partiendo siempre de alguna aplicación singular hecha por el Código Civil”; (b) a las reglas o principios generales del derecho comparado (c) a los principios de la equidad o del derecho natural de manera que este último “se hace presente en nuestros días pero no como un código de leyes absolutas, sino más bien como un conjunto de direcciones críticas al derecho positivo, como un ideal de contenido variable que pretende una corrección y perfeccionamiento del derecho vigente (…). Se identifican entonces como principios generales la prohibición de abusar de los derechos, la exclusión del enriquecimiento ilegítimo o la proscripción de alegar la propia inmoralidad ante la justicia. Otros han señalado que “[l]as reglas de derecho son ciertos axiomas o principios generales, tales como <>, mandados aplicar por las legislaciones romana y española, y que se fundan en la equidad.”

Doctrina extranjera autorizada destaca las profundas discrepancias que en esta materia existen. Así, Eduardo García Máynez ha explicado que algunos autores indican “que el método para descubrirlos consiste en ascender, por generalización creciente, de las disposiciones de la ley a reglas cada vez más amplias, hasta lograr que el caso dudoso quede comprendido dentro de alguna de ellas (…)», luego de lo cual señala que si fuese cierto que los principios generales del derecho son el resultado de tal proceso analógico “resultaría inútil la referencia a ellos” en un ordenamiento jurídico que también prevea la analogía. Destaca además, que algunos tratadistas consideran que los principios “son los del derecho romano”, “los universalmente admitidos por la ciencia” y “los del derecho justo o natural.” Concluye que es esta última la posición correcta, tal y como fuera defendida por G. del Vecchio indicando que cuando se afirma que tales principios corresponden a los del derecho natural “quiere decirse que, a falta de disposición formalmente válida, debe el juzgador formular un principio dotado de validez intrínseca, a fin de resolver la cuestión correcta sometida a su conocimiento” no siendo posible “que falle de acuerdo con sus opiniones personales”. Siguiendo al referido autor italiano, concluye que los principios generales no pueden oponerse en ningún caso a la ley.

Al describir las técnicas dogmáticas que emplean los juristas para fundamentar soluciones originales, Nino ha señalado que estos “se ocupan de sistematizar el orden jurídico, reemplazando conjuntos de normas por principios más generales y pretendidamente equivalentes a ellas. De este modo se logra una mayor economía del sistema, presentándolo como un conjunto de pocos principios, cuyas consecuencias lógicas es más fácil de determinar.” Y más adelante continua señalando que aunque la actividad antes referida no implica una modificación del sistema jurídico “no es infrecuente que los juristas dogmáticos transpongan ese límite, proponiendo principios generales en reemplazo de varias normas del sistema, pero que a la vez tienen un campo de referencia mayor que el del conjunto de normas reemplazadas, permitiendo derivar de aquellos nuevas normas no incluidas en el sistema originario y cubriendo, de este modo, posibles lagunas de dicho sistema.”.

Refiriéndose a esa línea metodológica Karl Larenz diferencia la analogía legis y la analogía iuris o general. Indica que mediante esta última “se infiere, de varias disposiciones que enlazan igual consecuencia jurídica a supuestos de hecho diferentes, “un principio jurídico general”, “que se refiere tanto a los supuestos de hecho no regulados en el ley como a los supuestos de hecho regulados”. Y más adelante advierte: “La obtención de un principio general por vía de una “analogía general” se basa en el conocimiento de que la “ratio legis”, común a todas las disposiciones individuales referidas, no solo concierne a los casos particulares regulados, sino que se da ya siempre que existan determinados presupuestos indicados de modo general (…)” de manera que “[e]l retorno de todas las disposiciones particulares a la ratio legis posibilita la formulación de un principio general, que “parece evidente” por el contenido de justicia material a él inherente y se comprueba jurídico-positivamente por los casos regulados en la ley en concordancia con él.

5.2.7.4.2. También se han planteado importantes discusiones en relación con la tercera y cuarta cuestión. En efecto, una revisión de la literatura permite identificar que a los principios generales del derecho suelen atribuirse diferentes funciones. En algunos casos se advierte que ellos cumplen una función crítica de los ordenamientos. En este caso los principios actúan como la imagen de un derecho ideal al que deben apuntar los ordenamientos históricos. Otra perspectiva señala que los principios generales actúan como verdaderas normas jurídicas y cumplen por ello una función integradora. En estos casos, dicha función se activa a falta de ley y, en esa medida, aunque constituyen verdaderas fuentes, tienen una naturaleza subsidiaria. Suele encontrarse vinculada esta caracterización con aquella doctrina que asume que los principios generales del derecho son el resultado de un proceso inductivo que parte de las reglas específicas previstas en el ordenamiento y arriba a la identificación de enunciados generales que las agrupan a todas. Finalmente, una tercera postura advierte que la tarea de los principios consiste en precisar el alcance de las fuentes del derecho, cumpliendo entonces una función interpretativa. En estos casos se acude a los principios únicamente con el propósito de aclarar dudas, o superar las ambigüedades y vaguedades propias de los enunciados jurídicos.

Los límites a la aplicación de los principios generales del derecho dependen, en buena medida, de la forma como ellos son reconocidos en los diferentes ordenamientos. Dos de ellos se destacan. Un primer grupo de limites suele estar determinado por reglas de precedencia de manera tal que, por ejemplo, en algunos casos se dispone acudir a los principios únicamente cuando no resulta aplicable la ley o la costumbre. Un segundo grupo de límites se relaciona con la función que cumplen los principios y, en esa medida, su relevancia podrá depender, por ejemplo, de la existencia o no de una laguna.

5.2.7.5. En pronunciamiento reciente, de fecha 7 de octubre de 2009, la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia analizó ampliamente la naturaleza y posición de los principios generales del derecho en el ordenamiento jurídico colombiano, a raíz de una decisión en la que debía determinar si un cargo fundado en la violación del principio según el cual “nadie puede alegar en su favor su propia culpa” podía abrirse paso en sede de casación.

5.2.7.5.1. La Corte planteó diferentes tesis alrededor de las cuestiones antes referidas. Sostuvo, entre otras cosas, (i) que los principios, a diferencia de las reglas, se caracterizan por carecer “de una estructura basada en un supuesto de hecho y una consecuencia jurídica”; (ii) que los principios “no son promulgados por ninguna autoridad concreta, carecen de fuente legitimadora, lo que lleva a que no sea posible predicar de ellos validez formal, en el sentido de haber sido establecidos de conformidad con algunas reglas de producción o reconocimiento” lo que implica que “cuando el legislador o los jueces aplican el principio o este ha sido consagrado en fórmulas legales o constitucionales –es decir, se ha positivizado- se produce apenas la verificación de una existencia irrebatible, pero este acto de reconocimiento nada añade en su validez formal, pues su fuente y existencia es puramente axiológica.”; (iii) que en atención a su naturaleza “la consagración legal o constitucional de un principio en nada altera su esencia” dado que “su existencia no puede quedar subordinada a ese reconocimiento y, en todo caso, ni el legislador, ni el propio constituyente, podrían simplemente aniquilarlos”; (iv) que los principios generales del derecho en atención a su textura abierta dan lugar a “una asociación explícita o implícita entre el derecho natural y el derecho por principios.”; (v) que el reconocimiento de lagunas en los diferentes ordenamientos suscita la  pregunta por las formas de integración de los ordenamientos acudiendo, en algunos casos, a los mismos recursos que en ellos se prevén –autointegración- y, en otros, a fuentes externas –heterointegración- como el derecho natural; (vi) que el ordenamiento jurídico ha previsto diferentes soluciones para enfrentar sus lagunas pasando por normas que remiten a los fundamentos tomados del derecho natural, de la justicia universal y de la razón (Ley 1ª de 1834), a aquellos dos últimos (Código Civil del Magdalena) o a la analogía, a la doctrina constitucional y a las reglas generales del derecho (Ley 153 de 1887 art. 8º); (vii) que también han sido previstas reglas para fijar el pensamiento del legislador tal y como ocurre con aquella que autoriza acudir a los principios del derecho natural para ilustrar la Constitución en casos dudosos; (viii) que la expresión “reglas generales del derecho” ha sido considerada equivalente a los principios generales del derecho; y (viii) que en Colombia se establece un modelo de heterointegración dado que el artículo 8º de la Ley 153 de 1887, no limita las reglas generales del derecho a las previstas en el ordenamiento jurídico del Estado y, adicionalmente, el artículo 4º remite a los principios de derecho natural.

Luego de estas consideraciones, la Corte Suprema (ix) se refirió ampliamente a algunas de las providencias de la Sala Civil en las que se explicaba  la naturaleza de los principios generales del derecho y se reconocían como tales los relativos a la prohibición de abuso de los derechos, a la prohibición de enriquecimiento sin casusa, a la regla “error communis facit jus” y a la teoría de la imprevisión.   Al concluir la cuestión y aunque el cargo formulado en casación no prosperó, la Corte dejó sentado (x) que era posible la violación de los principios generales del derecho cuando dejaban de aplicarse, cuando se aplican indebidamente o cuando son interpretados de manera incorrecta. Así las cosas “tienen el carácter de normas de derecho sustancial en aquellos eventos en los cuales, por si mismos, poseen la idoneidad para crear, modificar o extinguir relaciones jurídicas concretas.”

5.2.7.5.2. El examen de este pronunciamiento permite identificar varias tesis respecto de la forma como la Sala Civil de la Corte Suprema define los principios generales del derecho. En primer lugar, establece una asociación entre la definición de principio a partir de su dimensión estructural y la definición de principio a partir de su contenido o modo de conocimiento. Esto implica que para ese Tribunal todos los principios generales del derecho, además de carecer de un supuesto de hecho y una consecuencia, tienen altos niveles de indeterminación. En segundo lugar, reconoce una relación de equivalencia entre los principios y las reglas generales del derecho lo que supondría, al menos prima facie, que las reglas a las que alude el artículo 8º de la Ley 153 de 1887 podrían calificarse como principios generales del derecho. En tercer lugar, precisa que la validez de los principios generales no depende de su vinculación o aceptación por el ordenamiento positivo en tanto le preexisten y, por ello, no se sujetan a las contingencias legislativas o constituyentes. Esta postura implica el reconocimiento de que los principios generales del derecho son, en verdad, derecho natural.  

5.2.8. Debe ahora la Corte precisar el alcance de la expresión “principios generales del derecho” contenida en el artículo 230 de la Carta. Previo a ello la Corte estima necesario destacar que no resulta posible ni deseable una elaboración conceptual completa de tal categoría dado que, de una parte, ello no le corresponde a una decisión judicial de control abstracto y, de otra, la Corte no puede actuar como árbitro de una disputa teórica que ha dado lugar a los más complejos e intensos debates de filosofía del derecho y teoría jurídica. Sin embargo, en tanto se trata de una institución constitucional, la Corte si tiene la obligación de definir sus rasgos centrales y de establecer los criterios constitucionales que deben considerarse al interpretar la expresión referida.    

5.2.8.1. La categoría “principios generales del derecho” es, al igual que la “equidad”, un concepto jurídico indeterminado. Se trata de una expresión que si bien designa una esfera de la realidad de la actividad judicial, no tiene un alcance preciso. Esta apertura semántica de la expresión supone, a juicio de la Corte, que en la delimitación de su alcance, las autoridades disponen de un margen de acción o apreciación.

La dificultad para definir dicha expresión queda en evidencia al examinar, tal y como se hizo anteriormente, las diferentes visiones que autorizados exponentes de la doctrina y la jurisprudencia tienen al respecto. Como se señaló, algunas perspectivas de la doctrina consideran que se trata de principios implícitos en el ordenamiento; otras consideran que se trata de principios que aunque pueden estar presentes en el ordenamiento no derivan su validez del mismo por corresponder al derecho natural; otras posiciones se orientan a señalar que los principios generales del derecho coinciden con aquellos del derecho romano y del derecho español.

Estas perspectivas, que deben ser consideradas por la Corte en tanto tienen su fuente en expositores autorizados, limitan la posibilidad de establecer   definitivamente el alcance de los “principios generales del derecho”. Esto supone –insiste la Corte- que sin perjuicio de lo que se dirá más adelante, la Constitución confiere al legislador y a las autoridades judiciales un margen para que interpreten y definan el contenido de esta expresión.

5.2.8.2. Pese a la relativa indeterminación de la expresión estudiada, su interpretación se encuentra sometida a varios límites que se desprenden no solo del texto de la Carta sino también de algunos pronunciamientos judiciales de esta Corporación. A continuación se precisan.

5.2.8.2.1. Los principios generales del derecho se encuentran subordinados a la “ley” y solo constituyen un criterio auxiliar de la actividad judicial. Ello implica que bajo ninguna circunstancia es posible, a la luz del artículo 230 de la Carta, invocar un principio general del derecho con el objeto de derrotar o desplazar una norma jurídica vigente y que se encuentre comprendida por el concepto de “ley”. En adición a lo señalado, apoyarse en los principios generales del derecho no constituye un imperativo en tanto que las autoridades se encuentran autorizadas, también por el artículo 230, para acudir a otros criterios a fin de cumplir la función judicial. 

Puede ocurrir que un enunciado que originalmente era considerado como principio general del derecho, sea posteriormente incorporado mediante una disposición específica al ordenamiento jurídico. En esos casos, el enunciado correspondiente tendrá una nueva posición en el sistema de fuentes adquiriendo, si encuadra en el concepto de “ley”, la posición preferente que ésta ocupa según el artículo 230 de la Carta.             

5.2.8.2.2. El uso de la expresión “principios” del artículo 230 no es equivalente al empleo que de la misma palabra se hace para distinguir, desde el punto de vista estructural, los diferentes tipos de normas (reglas y principios). En esa medida, el carácter abierto o indeterminado que se atribuye a las normas con estructura de principio no implica (i) que todas las normas con dicha estructura queden comprendidas por la expresión del artículo 230, tal y como ocurre en aquellos casos en los cuales la Corte refiriéndose a los artículos 29 o 53 emplea, respectivamente, las expresiones “principios generales del derecho penal” o “principios generales del derecho laboral. Tampoco supone (ii) que las proposiciones normativas que son reconocidas como principios generales del derecho no puedan tener una estructura de regla tal y como ocurre, por ejemplo, con el enunciado según el cual nadie puede alegar en su favor la propia culpa.

5.2.8.2.3. La expresión “principios generales del derecho” no es equivalente a la expresión “reglas generales del derecho”. Esta última fue examinada por la Corte Constitucional en la sentencia C-083 de 1995 y la Corte indicó (i) que tales reglas generales provenían de la analogía iuris –o analogía general- y, siendo ello así, (ii) la aplicación de las mismas está comprendida por el mandato que exige a los jueces someterse al imperio de la ley. La aplicación de una regla general del derecho es la aplicación misma de la ley, tal y como también ocurre cuando se acude a la denominada analogía legis. Este precedente obliga entonces a la Corte a descartar cualquier interpretación de los “principios generales del derecho” que implique su asimilación a las reglas que se obtienen mediante el proceso de abstracción y generalización propio de la analogía iuris.

Aplicación de los principios particulares del derecho administrativo. 

Sobre estos principios, Ut supra, Art. 3° del CPACA.

Otros principios inherentes a la actividad contractual estatal

El principio de legalidad

Sentencia C-428 de 2.019.- El principio de legalidad en el ejercicio del poder y el derecho al debido proceso.-

«… 28. La Sala considera pertinente empezar por señalar que el principio de legalidad está primigeniamente relacionado con el origen democrático de las normas, esto es, como fruto del debate entre múltiples fuerzas sociales. Desde esta perspectiva, la jurisprudencia constitucional ha aludido al principio de legalidad en materia tributaria y lo ha vinculado, entre otras cosas, al hecho de que el Congreso, las asambleas departamentales y los concejos municipales son los competentes para establecer contribuciones fiscales y parafiscales. La doctrina constitucional también se ha referido al principio de legalidad del gasto público, de acuerdo con el cual toda erogación debe contar con sustento democrático. Asimismo, en materia penal, el principio de legalidad ha sido asociado con la reserva legislativa en la definición de los tipos y sanciones penales como garantía para la libertad. Igualmente, en el contexto del derecho administrativo sancionatorio, el principio de legalidad está ligado a la exigencia de que la descripción de las conductas sancionables, de todos sus elementos estructurales y de las sanciones debe reposar en una ley en sentido material.

29. Sumado a lo anterior, la Corte Constitucional también ha introducido una segunda acepción del principio de legalidad que ha denominado estricta legalidad para diferenciarla del principio de mera legalidad asociado con el origen democrático de las normas que se acaba de describir. En este sentido, ha entendido que el principio de legalidad en el derecho sancionatorio, en general, y en el derecho penal y administrativo sancionatorio, en particular, obliga a que la definición de los tipos y sanciones penales y administrativos sean definidos de manera precisa, clara, inequívoca y sin ambigüedades ni vaguedades, pero, en todo caso, ha formulado que el alcance de este principio en derecho administrativo sancionatorio es menos riguroso que en derecho penal.

(…) 32. A su vez, el principio de legalidad se predica del ejercicio del poder en general y no solo del poder sancionador. Desde una perspectiva bastante próxima al principio de legalidad en su condición de principio rector del derecho sancionador, la legalidad como principio rector del ejercicio del poder significa:

“que no existe facultad, función o acto que puedan desarrollar los servidores públicos que no esté prescrito, definido o establecido en forma expresa, clara y precisa en la ley. Este principio exige que todos los funcionarios del Estado actúen siempre sujetándose al ordenamiento jurídico que establece la Constitución y lo desarrollan las demás reglas jurídicas”.

En este orden de ideas, la jurisprudencia ha entendido que “una regulación es ‘deficiente’ cuando, dependiendo del área de que se trate, las autoridades públicas no tengan ningún parámetro de orientación de modo que no pueda preverse con seguridad suficiente la conducta del servidor público que la concreta”, lo cual, a su turno, erosiona el principio de legalidad en el ejercicio del poder.

33. Este principio se aplica entonces a cualquier medida que asigne competencias y, con especial relevancia, a las medidas que distribuyen competencias para restringir derechos, sin que sea importante si dichas medidas tienen naturaleza sancionatoria, represiva, protectora, cautelar, etc. Si no fuese así, la noción misma de Estado de derecho se destrozaría, la garantía a no ser juzgado sino conforme a leyes preexistentes contenida en el artículo 29 de la Carta se incumpliría y, en los casos en los que la atribución de competencias recae en servidores públicos, se ignorarían abiertamente los mandatos de los artículos 6° y 122 de la Constitución, según los cuales aquellos solo pueden actuar dentro de las competencias que el ordenamiento jurídico les asigna expresamente.

(…) 36. Pues bien, las normas que confieren a alguna autoridad el ejercicio del poder estatal para restringir derechos tienen estructura de regla, las cuales están definidas por supuestos de hecho que dan lugar a consecuencias jurídicas. En sincronía con lo analizado previamente, el principio de legalidad en el ejercicio del poder reclama precisión y claridad en cuanto al supuesto de hecho y también en cuanto a la consecuencia jurídica, lo cual funge de garantía en cuatro sentidos diferentes.

37. Primero, es un reconocimiento de la racionalidad y capacidad del ser humano para orientar su conducta; en breve, es un desarrollo del principio de dignidad humana. Así, si las personas conocen qué conductas están prohibidas, permitidas y ordenadas, pueden decidir actuar conforme a tales previsiones y así evitar consecuencias no queridas.

(…) 39. De la misma forma, el principio de legalidad asegura la igualdad en la aplicación de las normas jurídicas, conforme al artículo 13 de la Constitución. Si el ejercicio del poder del Estado está predefinido en la normativa, naturalmente todas las personas deben recibir el mismo tratamiento por parte de las autoridades. En sentido contrario, si el ejercicio del poder no se desprende de definiciones normativas, sino que depende de la subjetividad y voluntad de las autoridades, cada caso podría recibir un tratamiento ad hoc y distinto, lo cual mina la legitimidad del Estado.

(…)  41. En suma, el principio de legalidad como principio rector del ejercicio del poder estatal para restringir derechos se deriva de los artículos 6°, 29 y 122 de la Constitución e implica que los servidores públicos solo pueden hacer lo prescrito, definido o establecido en forma expresa, clara y precisa en el ordenamiento jurídico. De este modo, (i) se protege la dignidad humana, al reconocer la capacidad de las personas para ajustar su conducta a las prescripciones de las normas; (ii) se evita la arbitrariedad, tan ajena a la noción de Estado de derecho; (iii) se asegura la igualdad en la aplicación de las normas y, por esta vía, se refuerza la legitimidad del Estado; y (iv) se fortalece la idea de que en un Estado de derecho el principio general es la libertad.

El principio de la buena fe

Corte Constitucional. Sentencia T-537 de 2009. M.P. Humberto Sierra Porto.

El principio de buena fe en el ordenamiento colombiano

«… En el ordenamiento colombiano el principio de buena fe resulta un elemento connatural al sistema jurídico, consagrado expresamente por el artículo 83 de la Constitución de 1991. Dicho principio aporta un contenido de naturaleza ética y de rango constitucional a las relaciones de los particulares entre sí, y de éstos con las autoridades públicas. Adicionalmente debe resaltarse que el principio de buena fe fue concebido por el constituyente como un mecanismo para buscar la protección de los derechos, los que tendrán menos amenazas si en las actuaciones que se surtan ante las autoridades, o en la interpretación de las relaciones negociales entre particulares y administración, o en el entendimiento de las relaciones entre particulares se toma la buena fe como un elemento fundacional de las mismas y de ella se derivan contenidos de solidaridad, probidad, honestidad y lealtad.

Sin embargo, no fue a través de la Constitución de 1991 que el principio de buena fe hizo su entrada en nuestro ordenamiento jurídico, pues desde el inicio fue considerado como elemento esencial de las relaciones entre particulares, siendo parte del Código Civil de 1873, el cual consagró expresamente en su art. 1603 que “los contratos deben ejecutarse de buena fe”, derivando de esta disposición que la obligación surgida de un contrato no solamente incluye lo pactado por las partes, sino todo lo que surge de la naturaleza de la obligación, de la ley y de la costumbre.

La legislación comercial también recoge dicho principio en el art. 871 del código de comercio, en donde extiende su aplicación a las fases de celebración y ejecución, disponiendo que “en consecuencia los contratos obligan no sólo a lo pactado expresamente en ellos, sino a todo lo que corresponda a la naturaleza de los mismos, según la ley, la costumbre o la equidad natural”.

Debido a su carácter de elemento fundamental del tráfico jurídico, el principio de buena fe es aplicado en un sinnúmero de situaciones entre las que se cuentan las relaciones contractuales, sean éstas entre particulares solamente o entre particulares y la administración. Lo que importa resaltar ahora es que, en el caso de relaciones de tipo contractual, el principio de buena fe se presenta en todas las etapas de la relación, razón por la cual cuando el juez evalúa el desarrollo de un contrato el principio de buena fe debe ser presupuesto integral de dicha evaluación; en este sentido manifestó la Corte Suprema de Justicia:

“(…) de igual modo, particularmente por su inescindible conexidad con el asunto especifico sometido al escrutinio de la Corte, importa subrayar que el instituto de la buena fe, en lo que atañe al campo negocial, incluido el seguro, es plurifácico, comoquiera que se proyecta a lo largo de las diferentes fases que, articuladas, conforman el plexo contractual – en sentido amplio: la atinente a la formación del negocio jurídico, lato sensu (fase formativa o genética), la relativa a su celebración (fase de concreción o de perfeccionamiento) y la referente a su desenvolvimiento, una vez perfeccionado (fase ejecutiva, de consumación o post-contractual).  Desde esta perspectiva, un sector de la moderna doctrina concibe al contrato como un típico “proceso”, integrado por varias etapas que, a su turno, admiten sendas subdivisiones, en las que también se enseñorea el postulado de la buena fe, de amplia proyección.(…)

De allí que la buena fe no se pueda fragmentar, en orden a circunscribirla tan solo a un segmento o aparte de una fase, por vía de ejemplo: la precontractual – o parte de la precontractual -, ya que es necesario, como corresponde, auscultarla in globo, según se indicó valorando las diversas oportunidad que los interesados tuvieron para actuar con lealtad, corrección (correttezza) y diligencia, según sea el caso.”

El contenido del principio de buena fe es tan variado como las situaciones en que se concreta o en que sirve  como parámetro interpretativo de otras disposiciones, sean éstas las generales o las propias de cada contrato. Sin embargo esto no significa que su contenido sea gaseoso y se evapore dejando al juez sólo con un elemento de naturaleza moral abstracta de poca utilidad o de gran subjetividad al momento de decidir en los casos concretos. Al igual que los demás principios constitucionales, y más los que son precisados en disposiciones legales específicas, el contenido del principio de buena fe se debe concretar en aspectos que limiten la amplitud con el que las partes y el juez lo deben valorar; en este sentido puede decirse que de este principio se derivan deberes propios del tráfico negocial en la sociedad de un Estado que, como el previsto en la Constitución de 1991, resalta los valores de inclusión, pluralismo y solidaridad entre sus habitantes. De esta forma entiende esta Sala de Revisión que, aplicado a una relación negocial, el principio de buena fe involucra deberes de honestidad, claridad, equilibrio reciprocidad y consideración de los intereses de la contraparte, entre otros. Sin embargo, debe así mismo resaltarse que la aplicación de las reglas que derivan del principio de buena fe no puede hacerse de una manera mecánica, sino que serán los elementos propios de cada situación, la actitud de las partes en ejecución del contrato, las cláusulas específicas por éstas acordadas, etc. las que determinen la interpretación que el juez haga del principio de buena fe en cada específica situación.

En este sentido, la aplicación del principio de buena fe no significa la quiebra de la seguridad jurídica que debe regir las relaciones entre particulares, ni el reemplazo de las cláusulas contractuales y las disposiciones legales por pareceres subjetivos del juez al momento de resolver las controversias contractuales. El juez debe siempre tener como fundamento de su fallo las disposiciones jurídicas relativas al caso; el principio de buena fe no puede reemplazar el derecho aplicable, aunque sí debe ser una guía en la lectura, interpretación y aplicación del mismo, puesto que los deberes de lealtad, claridad, equilibrio, solidaridad y colaboración, entre otros, están implícitos en cualquier relación contractual –aunque con un contenido específico de acuerdo a la naturaleza de la misma-, de manera que aunque las partes no los mencionen en las cláusulas contractuales, sus actuaciones deben realizarse y ser valoradas teniendo en cuenta dichos postulados. En otras palabras, el principio de buena fe obliga a que las partes, además de cumplir lo estipulado en el contrato y exigido expresamente por el ordenamiento, asuman comportamientos que honren los deberes que se deriven de la naturaleza de la obligación contractual y de la finalidad por ellas buscada al realizar el contrato, lo cual puede conducir a un resultado diferente del obtenido de una interpretación literal simplista y superficial, pero que, sin duda alguna, será acorde con los postulados de un Estado social de derecho inspirado en principios de justicia material y privilegio de lo sustancial sobre lo formal.

Las implicaciones del principio de buena fe tienen especial relevancia cuando se estudian contratos de prestaciones bilaterales, pues sus consecuencias se traducen en preservación del equilibrio y, cómo no, respeto a la reciprocidad inherente a la naturaleza de este tipo de contratos, por lo que su aplicación presenta una relación importante con la excepción non adimpleti contractus, como ha manifestado la Corte Suprema de Justicia, que al respecto estableció:

“Así –mediante las dos instituciones explicadas: exceptio non adimpleti contractus y acción resolutoria- se asegura en los contratos sinalagmáticos el equilibrio de intereses entre las partes; se realiza el principio de simetría contractual derivado de la reciprocidad y correlación de los compromisos surgidos de las relaciones bilaterales, y se atiende a las consecuencias que en el mecanismo de tales convenciones tienen el principio de buena fe, la noción de causa y la de móviles del acto jurídico.”

En conclusión, es claro que en relaciones contractuales de obligaciones bilaterales la noción de justicia en la ejecución de las prestaciones implícita en el principio de buena fe es la que justifica en gran parte la existencia de mecanismos como la excepción de contrato no cumplido, actuando por intermedio de ésta deberes de lealtad, equilibrio y reciprocidad, y aportando a su través el sentido ético que se desprende del principio de buena fe en nuestro ordenamiento jurídico…»

Corte Suprema de Justicia, Sala Civil. M.P. WILLIAM NAMÉN VARGAS. 8 de septiembre de 2011. Referencia: 11001-3103-026-2000-04366-01

«… De tiempo atrás, la jurisprudencia ha sostenido: “La expresión ‘buena fé’ (bona fides) indica que las personas deben celebrar sus negocios, cumplir sus obligaciones y, en general, emplear con los demás una conducta leal. La lealtad en el derecho se desdobla en dos direcciones: primeramente, cada persona tiene el deber de emplear para con los demás una conducta leal, una conducta ajustada a las exigencias del decoro social; en segundo término, cada cual tiene el derecho de esperar de los demás esa misma lealtad. Trátese de una lealtad (o buena fé) activa, si consideramos la manera de obrar para con los demás, y de una lealtad pasiva, si consideramos el derecho que cada cual tiene de confiar en que los demás obren con nosotros decorosamente. En el sistema jurídico de los romanos es posible indicar estas dos condiciones generales de la buena fé, las que se encuentran también en nuestro Código Civil, según se verá después. Pero en todo caso, una estructuración total de este principio se debe a los juristas germanos, quienes han reemplazado dichos términos por los de Treu y Glauben Treu: nuestro deber de ser leales para con los demás; Glauben: nuestra creencia en la lealtad de los demás” (cas. civ. sentencia de 23 de junio de 1958, G. J. LXXXVIII, p. 222 y ss.).

En el mismo sentido, la doctrina ha afirmado: “El principio de la ‘buena fe’ significa que cada uno debe guardar ‘fidelidad’ a la palabra dada y no defraudar la confianza o abusar de ella” (Karl Larenz, Derecho de obligaciones, Tomo I. Madrid, Revista de derecho privado, 1958, p. 142).

Desde esta perspectiva, cada uno de los contratantes, debe salvaguardar la confianza  depositada por su contraparte y actuar con lealtad y corrección. En consecuencia, cada parte está obligada, de buena fe, a desplegar todos los esfuerzos razonables para que no sólo ella, sino también su contraparte, alcance la finalidad perseguida con el negocio y reciba la utilidad esperada (Massimo Bianca, Diritto civile, vol. 3 – Il contratto. Milano, Giuffrè, 1998, p. 477).

Esta concepción objetiva de la buena fe entendida como corrección, que no se restringe a la conciencia subjetiva de obrar conforme a derecho, permea todo nuestro derecho privado, creando diversos deberes de diligencia y salvaguarda para las partes de toda relación contractual: “Los contratos… obligarán no sólo a lo pactado expresamente en ellos, sino a todo lo que corresponda a la naturaleza de los mismos, según la ley, la costumbre o la equidad natural” (art. 871 del Código de Comercio, y en términos similares, art. 1603 del Código Civil).  De esta forma quienes celebran un contrato están en la obligación de “desplegar todo el esfuerzo apropiado según criterios de normalidad, empleando medios materiales, observando normas técnicas y jurídicas, adoptando cautelas adecuadas, entre otras”, con el fin de alcanzar los objetivos propuestos en el negocio (Bianca, op. cit., p. 478). En caso de incumplimiento, la responsabilidad de las partes se evaluará tomando en cuenta si cumplieron el deber de diligencia.

Aún mas, ha dicho la Corte que “el deber de probidad y la cláusula general de corrección se concretiza en un comportamiento razonablemente idóneo, para prevenir y corregir toda conducta incorrecta con una actuación prístina orientada a la realización de los fines inherentes a la contratación, regularidad y certidumbre del tráfico jurídico. Por ello, se impone un deber de diligencia a los contratantes y, en su caso, de advertencia, comunicación e información de condiciones cognoscibles, asumiendo cada parte en interés recíproco una carga respecto de la otra en lo concerniente a la plenitud del acto, la realización de su función y la evitación de causas de ineficacia o irrelevancia. (…), las partes, contraen la carga correlativa de evitar causas de ineficacia del negocio jurídico y, el juzgador al interpretarlo y decidir las controversias, procurar dentro de los límites racionales compatibles con el ordenamiento jurídico, su utilidad y eficacia, según corresponde a la ratio legis de toda conocida ordenación normativa.” (cas.civ. sentencia de 7 de febrero de 2008, exp. 2001-06915-01)…»

Consejo de Estado. Sección Tercera, C. P. MAURICIO FAJARDO GÓMEZ, 29 de agosto de 2007. Proceso número: 850012331000030901(15324).-

«… 2.3.5.- El principio de buena fe.- El principio general de la buena fe o “bona fides”, como valor ético de la confianza, aplicable a toda clase de relaciones jurídicas, bien sean en el Derecho Privado o en el Derecho Público, encuentra consagración en el artículo 83 de la Carta Suprema, a cuyo tenor “Las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe, la cual se presumirá en todas las gestiones que aquellos adelanten ante éstas.”

En el Derecho Privado el principio de la buena fe en materia contractual, encuentra consagración expresa en los artículos 1603 del C.C. según el cual “los contratos deben ejecutarse de buena fe”; 863 del C. de Co. por cuya virtud “las partes deberán proceder de buena fe exenta de culpa en el período precontractual, so pena de indemnizar los perjuicios que se causen” y, 871 del mismo estatuto mercantil en cuanto dispone que “los contratos deberán celebrarse y ejecutarse de buena fe”.

En el plano de los contratos estatales la Ley 80, consagra el principio general de la buena fe, como orientador de la actividad contractual, tanto en la etapa de formación del contrato, como en la de ejecución y aún en la de liquidación, dado el interés público que se encuentra comprometido con la contratación estatal.

Varias son las manifestaciones que acerca de la aplicación de este principio se encuentran en el Estatuto de Contratación Estatal; así el artículo 5-2, al indicar los deberes de los contratistas ordena que éstos “obrarán con lealtad y buena fe en las distintas etapas contractuales, evitando las dilaciones y entrabamientos que pudieran presentarse”; por su parte, el artículo 23 establece que las actuaciones de quienes intervengan en la contratación estatal estarán regidas por los principios generales del derecho, entre los cuales se encuentra el de la buena fe; de la misma manera, el artículo 28 dispone que en la interpretación de las normas sobre contratos y de las cláusulas y estipulaciones contractuales, se tendrán en consideración los mandatos de la buena fe, la igualdad y equilibrio entre prestaciones.

En palabras de Escobar Gil, la función jurídica del principio general de la buena fe en la contratación estatal no se limita a orientar la interpretación de las normas y cláusulas contractuales como parece deducirse de una interpretación exegética del artículo 28 de la Ley 80 de 1993, sino que, por tratarse del fundamento de la institución cumple una importante labor integradora de las normas que disciplinan la materia y en las estipulaciones que acuerdan las partes para regular las relaciones jurídicas que emanan del contrato.

El principio de la buena fe impone, por tanto, a las partes, una actitud de lealtad mutua, de fidelidad, honestidad y permanente colaboración en la relación contractual con el fin de garantizar la ejecución óptima y eficiente del objeto contractual y procurar la satisfacción de los fines de interés público comprometidos con la contratación.

Bajo este contexto, es claro que el principio de la buena fe en la relación contractual reviste especial importancia, de una parte como norma de conducta en los distintos momentos del contrato y de otra principalmente, en la preservación de la equivalencia o proporcionalidad entre las prestaciones desde el inicio del contrato y durante su ejecución, como manifestación de equidad, dado que en ellos cada parte se obliga a una prestación a cambio de que la otra se obligue a la propia, regla “do ut des”, (te doy para que me des), es decir, que entre las partes surgen derechos y obligaciones que conforman la equivalencia económica de las prestaciones recíprocas.

En la etapa de formación del contrato, el principio general de la buena fe necesariamente está llamado a orientar el procedimiento de selección del contratista, cuestión que ha de materializarse desde la elaboración del pliego de condiciones, documento que debe reflejar la realidad técnica y financiera del proyecto a contratar, previa elaboración de estudios juiciosos y completos, la Administración no puede improvisar en sus pliegos el alcance, costo y tiempo de ejecución del proyecto, partiendo de supuestos que no han sido analizados y comprobados, puesto que una conducta tal, atentaría contra el principio de la buena fe contractual.

Como manifestación de este principio, el artículo 24 de la Ley 80 exige que en los pliegos de condiciones se definan reglas claras justas y completas, se determinen con precisión las condiciones de costo y calidad de los bienes obras y servicios, se incluyan reglas que no induzcan a error a los proponentes y que impidan la formulación de ofrecimientos de extensión ilimitadas; de igual forma prohíbe incluir condiciones y exigencias de imposible cumplimiento, exenciones de responsabilidad de la entidad pública derivadas de datos, informes o documentos suministrados.

Por su parte, el proponente también debe lealtad a la Administración, por lo cual su propuesta debe contener información cierta acerca de su capacidad para contratar y sus calidades particulares como de aquellos aspectos técnicos y financieros que atañen al objeto de la contratación, sin que con tal información pueda inducirse a error a la Administración para llevarla a adjudicar el contrato a quien no tenía derecho o estaba en imposibilidad de contratar, puesto que esta clase de conductas vicia de nulidad el acto de adjudicación y el contrato, a la vez que genera responsabilidad del contratista seleccionado por los perjuicios que con ello ocasione a la Administración.

La doctrina nacional autorizada enseña sobre el comportamiento que el proponente debe asumir frente a la Administración en la etapa de formación del contrato, en el siguiente sentido: “La buena fe exige un comportamiento acorde con la obligación que asume cada una de las partes; ella no es una regla exclusiva de la Administración. El proponente también debe acatarla en la elaboración de su oferta, so pena de que al presentar una propuesta, incompleta, confusa, ambivalente, artificial, etc., sea descalificada, lo que ocurriría por ejemplo con quienes formulen propuestas en condiciones económicas artificialmente bajas, o que se base en información no verídica, o que oculten las prohibiciones o causales de inhabilidad o incompatibilidad en que estén incursos, dando lugar al fracaso de la contratación o que se celebre el negocio jurídico afectado de nulidad, tal como se analiza en el capítulo séptimo. Debe, por tanto, abstenerse de suministrar datos inexactos o desfigurados para obtener una adjudicación. Toda actuación fraudulenta le acarreará las sanciones económicas y personales, en cuanto con ellas se afecte a la Entidad o a quienes intervienen en la contratación, de conformidad con el artículo 52 de la Ley 80 de 1993.”

Por su parte la Administración, en el momento de adjudicar, está en el deber de aplicar con claridad y exactitud los criterios de ponderación y evaluación establecidos en el pliego de condiciones, sin que le sea posible valerse de interpretaciones subjetivas para acomodar a su capricho los resultados de la calificación de las propuestas y de esta manera adjudicar el contrato motivada por razones diferentes al interés público, es decir, que su obrar en esta etapa debe consultar el principio de la buena fe.

Igualmente, en la etapa del cumplimiento de los requisitos de ejecución del contrato se impone la aplicación del principio general de la buena fe, con el fin de que las partes asuman una conducta de colaboración leal y de mutua confianza, toda vez que se requiere el concurso decidido de ambas para que tales exigencias legales, se cumplan en la oportunidad debida, de lo contrario, el contrato puede fracasar o demorar su ejecución con el consecuente incremento en sus costos.

Durante la ejecución del contrato adquiere especial significación el principio de la buena fe, en varios aspectos; uno de ellos es el ejercicio de las potestades o prerrogativas excepcionales de que está investida la Administración, de tal suerte que sólo le es dable ejercerlas con fundamento cierto en las causales expresamente consagradas en la norma, previa observancia del derecho fundamental al debido proceso respecto de su colaborador contratista, puesto que resulta contrario a la mutua confianza que se deben las partes intervinientes en el contrato que la Administración de manera sorpresiva y sin aviso alguno, procediera a ejercer alguna facultad excepcional y menos aun las que, como la declaratoria de caducidad administrativa, revisten carácter eminentemente sancionatorio.

Otro aspecto, en el cual las partes deberán guardar una conducta leal, dice relación con el cumplimiento de las obligaciones recíprocas, pero sobre todo en aquellas situaciones en las cuales se hace necesario el restablecimiento económico de la ecuación contractual, principal aplicación del principio de la buena fe, como se dijo anteriormente.

El profesor González Pérez, al referirse al principio de la buena fe contractual en la ejecución del contrato, expresa que lo exigido es que cada parte haga honor a la confianza que hay en ella depositada, que se atienda a las imposiciones de la lealtad y al principio de equivalencia de prestaciones, que deseche cualquier tentativa de enriquecimiento injusto a costa de su co-contratante y que no exija el cumplimiento de prestaciones onerosas para la otra parte e inútiles para quien las reclama.

En desarrollo del principio mencionado de la buena fe y la equivalencia de las prestaciones mutuas originadas en la relación negocial, el artículo 27 de la Ley 80 estableció el deber de mantener en los contratos estatales la igualdad o equivalencia entre derechos y obligaciones surgidos al momento de proponer o contratar y autorizó a las partes a adoptar, en forma inmediata, las medidas necesarias para su restablecimiento mediante la suscripción de pactos o acuerdos que aseguren el pago de los mayores costos, de conformidad con las disponibilidades presupuestales.

Este mandamiento legal constituye una clara expresión de la aplicación del principio general de la buena fe en los contratos celebrados por el Estado y se erige en el fundamento para reconocer al contratista los mayores costos en los que pueda incurrir por circunstancias no imputables a su conducta, en cuanto alteren la ecuación económica del contrato.

La Corte Constitucional, acogiendo la jurisprudencia que sobre la materia había desarrollado el Consejo de Estado, sostuvo lo siguiente: “Las exigencias éticas que se extraen del principio de la bona fides, coloca a los contratantes en el plano de observar con carácter obligatorio los criterios de lealtad y honestidad, en el propósito de garantizar la óptima ejecución del contrato que, a su vez, se concreta en un conjunto de prestaciones de dar, hacer o no hacer a cargo de las partes y según la naturaleza del contrato, las cuales comprenden, inclusive, aquella de proporcionarle al contratista una compensación económica para asegurarle la integridad del patrimonio en caso de sufrir un daño antijurídico. Con buen criterio, el Consejo de Estado ha venido considerando en su extensa jurisprudencia, acorde con la que ya ha sido citada en esta Sentencia, que el principio de la buena fe debe reinar e imperar durante el periodo de celebración y ejecución del contrato, concentrando toda su atención en la estructura económica del negocio jurídico, con el propósito específico de mantener su equivalencia económica y evitar que puedan resultar afectados los intereses patrimoniales de las partes”.

En la misma sentencia estableció las consecuencias del desconocimiento del principio de la buena fe por parte de la Administración; así se pronunció: “El principio de la buena fe, como elemento normativo de imputación, no supone, en consecuencia, una actitud de ignorancia o creencia de no causar daño al derecho ajeno, ni implica una valoración subjetiva de la conducta o del fuero interno del sujeto. En realidad, tiene un carácter objetivo que consiste en asumir una postura o actitud positiva de permanente colaboración y fidelidad al vínculo celebrado. Por ello, tal como sucede con el principio de reciprocidad, el desconocimiento por parte de la Administración de los postulados de la buena fe en la ejecución del contrato, conlleva el surgimiento de la obligación a cargo de ésta de responder por los daños antijurídicos que le haya ocasionado al contratista. Estos efectos jurídicos de la buena fe en materia contractual… son una clara consecuencia de la regla según la cual todo comportamiento contrario a la misma, en cuanto ilícito, trae implícita la obligación de pagar perjuicios….»

Nemo auditur propriam turpitudinem allegans

Corte Constitucional. Sentencia C-207-2.019:

«… Una de las manifestaciones del principio constitucional de buena fe es la prohibición del abuso de los derechos propios y en particular la regla por la cual, no se puede sacar provecho de la propia falta.

Al respecto, en la sentencia T-122 de 2017, la Corte resumió su jurisprudencia en la materia y manifestó que ha mantenido una línea jurisprudencial pacífica y constante respecto del aforismo Nemo auditur propriam turpitudinem allegans, por el cual el juez no puede amparar situaciones donde la vulneración de los derechos fundamentales del actor se deriva de una actuación negligente, dolosa o de mala fe. En conclusión, este principio exige impedir el acceso a ventajas indebidas o inmerecidas dentro del ordenamiento jurídico. Por lo que, en protección del principio de buena fe y la confianza legítima, la persona está, prima facie, en la imposibilidad jurídica de obtener beneficios originados de su actuar culposo. Para la Corte Constitucional: “nadie puede presentarse a la justicia para pedir la protección de los derechos bajo la conciencia de que su comportamiento no está conforme al derecho y los fines que persigue la misma norma.

Si bien no se trata de un principio expresamente contenido en la Carta Política, esta Corporación ha considerado que se trata de una regla general del derecho por la cual “no se escucha a quien alega su propia culpa”. Según ha señalado esta Corporación, dicha regla guarda compatibilidad con los postulados previstos en la Constitución de 1991, en particular, con el “deber de respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios” consagrado en el artículo 95 de la Carta Política, así:

“Por una parte, porque la Norma Superior define con claridad que la actuación de un individuo no puede servir para dañar, de forma injusta e ilegítima, los derechos que el Estado ha otorgado a favor de todos los habitantes del territorio nacional. Es decir, en sí mismo los derechos tienen un límite sustancial, según el cual, para la primacía de un orden justo se requiere el ejercicio simultáneo de los derechos propios y ajenos. Y, por otra parte, en razón a que la Carta Política establece la obligación de ejercer los derechos constitucionales y legales en consonancia con el espíritu, fin y sentido que le son propios. Así, las personas tienen el deber de actuar de forma justa, lo que significa que no pueden desvirtuar el objetivo que persigue la norma, llevándola a resultados incompatibles con el ordenamiento jurídico vigente.  

En la misma perspectiva, la Corte considera que esta regla se ciñe al principio de buena fe, luego de que el artículo 83 de la Constitución de 1991 presupone que en todas las gestiones que adelanten los particulares y las autoridades públicas, debe incorporarse, como presupuesto ético de las relaciones sociales con trascendencia jurídica, la confianza de que el comportamiento de todos los sujetos del derecho se cimienta sobre la honestidad, rectitud y credibilidad de su conducta. Concretamente, en la sentencia T-213 de 2008 la Corte Constitucional consideró que una forma en que la legislación implementa este principio es, justamente, la figura consagrada en el artículo 1525 del Código Civil, por la cual, no se reconocen restituciones en un contrato nulo a quien actuó a sabiendas del objeto o causa ilícita.

Así, sostuvo la Corte en aquella oportunidad: “Así, de antiguo se ha aceptado, además como una regla que constituye la antítesis de la bona fides, la prohibición de pretender aprovecharse del propio error, dolo o de la culpa de quien por su desidia, incuria o abandono resulta afectado.

 Dicha regla, materializada en el aforismo nemo auditur proprian turpitudinem allegans, ha tenido incluso, una incorporación expresa en nuestro ordenamiento sustantivo civil de acuerdo con el postulado general de la “improcedencia por aprovechamiento en culpa y en dolo propioDe este último, suele incluirse como ejemplos típicos, el de la persona que celebra un contrato ilícito a sabiendas, o quien pretende reclamar un legado o herencia luego de haberse declarado la indignidad o el desheredamiento y, aun así, pretende suceder al causante.

Recordemos que, nadie puede presentarse a la justicia para pedir protección si ella tiene como fundamento la negligencia, mala fe o dolo que ha cometido. Así, los Tribunales deben negar toda súplica cuya fuente es la incuria, el dolo o mala fe en que se ha incurrido, de acuerdo con la máxima nemo auditur suam turpitudniem allegans, pues ello, según advierten los autores es contrario al orden jurídico y al principio que prohíbe abusar de los propios derechos (Art. 95 C.N.)…»

De otra parte, la Corte Constitucional en sentencia T-213 de 2008 (MP Jaime Araujo Rentería): “La aplicación de la regla nemo auditur propriam turpitudinem allegans frente a la administración de justicia. La Corte Constitucional ha mantenido una orientación jurisprudencial, respecto de la figura que se analiza en diversas providencias, lo cual se justifica en la prohibición general de abusar del derecho propio como forma de acceder a ventajas indebidas o incluso INMERECIDAS dentro del ordenamiento jurídico. Además, guarda coherencia con el principio de que nadie puede alegar a su favor su propia culpa, lo cual conduce a que eventualmente una acción de tutela resulte improcedente cuando los hechos desfavorables los ha generado el mismo interesado, como cuando por ejemplo no es advertida la curia o diligencia exigible en un proceso judicial. \\ Es que los derechos deben ejercerse de conformidad con el designio previsto por el Legislador. Pero ese ejercicio, a más de que lleva implícita una garantía en cabeza de su titular, al mismo tiempo comporta un deber y ello, no lo exonera, por tanto, de advertir la diligencia debida para el recto ejercicio de aquél. \\ Así, de antiguo se ha aceptado, además como una regla que constituye la antítesis de la bona fides, la prohibición de pretender aprovecharse del propio error, dolo o de la culpa de quien por su desidia, incuria o abandono resulta afectado. \\ Dicha regla, materializada en el aforismo nemo auditur proprian turpitudinem allegans, ha tenido incluso, una incorporación expresa en nuestro ordenamiento sustantivo civil de acuerdo con el postulado general de la “improcedencia por aprovechamiento en culpa y en dolo propio” \\ De este último, suele incluirse como ejemplos típicos, el de la persona que celebra un contrato ilícito a sabiendas, o quien pretende reclamar un legado o herencia luego de haberse declarado la indignidad o el desheredamiento y, aun así, pretende suceder al causante. \\ Recordemos que, nadie puede presentarse a la justicia para pedir protección si ella tiene como fundamento la negligencia, mala fe o dolo que ha cometido. \\ Así, los Tribunales deben negar toda súplica cuya fuente es la incuria, el dolo o mala fe en que se ha incurrido, de acuerdo con la máxima nemo auditur suam turpitudniem allegans, pues ello, según advierten los autores es contrario al orden jurídico y al principio que prohíbe abusar de los propios derechos (Art. 95 C.N.)”

Non venire contra factum propium

Corte Constitucional. Sentencia T-295/99

El respeto al acto propio.- Un tema jurídico que tiene como sustento el principio de la buena fe es el del  respeto al acto propio, en virtud del cual, las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe (art. 83 C.N). Principio constitucional, que sanciona entonces, como inadmisible toda pretensión lícita, pero objetivamente contradictoria, con respecto al propio comportamiento efectuado por el sujeto.

La teoría del respeto del acto propio, tiene origen en el brocardo “Venire contra pactum proprium nellí conceditur” y, su fundamento radica en la confianza despertada en otro sujeto de buena fe, en razón de una primera conducta realizada. Esta buena fe quedaría vulnerada, si fuese admisible aceptar y dar curso a una pretensión posterior y contradictoria.

El tratadista y Magistrado del Tribunal Constitucional Español Luis Díaz Picazo[25] enseña que la prohibición no impone la obligación de no hacer sino, más bien, impone un deber de no poder hacer; por ello es  que se dice “no se puede ir contra los actos propios”.

Se trata de una limitación del ejercicio de derechos que, en otras circunstancias podrían ser ejercidos lícitamente; en cambio, en las circunstancias concretas del caso, dichos derechos no pueden ejercerse por ser contradictorias respecto de una anterior conducta, esto es lo que el ordenamiento jurídico no puede tolerar, porque el ejercicio contradictorio del derecho se traduce en una extralimitación del propio derecho.

El respeto del acto propio requiere entonces de tres condiciones para que pueda ser aplicado:

Una conducta jurídicamente anterior, relevante y eficaz.- Se debe entender como conducta, el acto o la serie de actos que revelan una determinada actitud de una persona, respecto de unos intereses vitales. Primera o anterior conducta que debe ser jurídicamente relevante, por lo tanto debe ser ejecutada dentro una relación jurídica; es decir, que repercuten en ella, suscite la confianza de un tercero o que revele una actitud, debiendo excluirse las conductas que no incidan o sean ajenas a dicha relación jurídica.

La conducta vinculante o primera conducta, debe ser jurídicamente eficaz; es el comportamiento tenido dentro de una situación jurídica que afecta a una esfera de intereses y en donde el sujeto emisor de la conducta, como el que la percibe son los mismos. Pero además, hay una conducta posterior, temporalmente hablando, por lo tanto, el sujeto emite dos conductas: una primera o anterior y otra posterior, que es la contradictoria con aquella.

(…) En la doctrina y en la jurisprudencia colombiana no ha sido extraño el tema del acto propio, es así como la Corte Constitucional en la T-475/92, dijo:

“La buena fe supone la existencia de una relación entre personas y se refiere fundamentalmente a la confianza, seguridad y credibilidad que otorga la palabra dada. En las gestiones ante la administración, la buena fe se presume del particular y constituye guía insustituible y parámetro de acción de la autoridad. La doctrina, por su parte, ha elaborado diversos supuestos para determinar situaciones contrarias a la buena fe. Entre ellos cabe mencionar la negación de los propios actos (venire contra factum proprium), las dilaciones injustificadas, el abuso del poder y el exceso de requisitos formales, sin pretender con esta enumeración limitar el principio a tales circunstancias. No es posible reducir la infracción de la buena fe a casos tipificados legalmente. De ahí que la aplicación de este principio suponga incorporar elementos ético-jurídicos que trascienden la ley y le dan su real significado, suscitando en muchas ocasiones la intervención judicial para calificar la actuación pública según las circunstancias jurídicas y fácticas del caso.

La administración y el administrado deben adoptar un comportamiento leal en el perfeccionamiento, desarrollo y extinción de las relaciones jurídicas. Este imperativo constitucional no sólo se aplica a los contratos administrativos, sino también a aquellas actuaciones unilaterales de la administración generadoras de situaciones jurídicas subjetivas o concretas para una persona. El ámbito de aplicación de la buena fe no se limita al nacimiento de la relación jurídica, sino que despliega sus efectos en el tiempo hasta su extinción.

El principio de la buena fe incorpora la doctrina que proscribe el «venire contra factum proprium», según la cual a nadie le es lícito venir contra sus propios actos. La buena fe implica el deber de observar en el futuro la conducta inicialmente desplegada, de cuyo cumplimiento depende en gran parte la seriedad del procedimiento administrativo, la credibilidad del Estado y el efecto vinculante de sus actos para los particulares. La revocatoria directa irregular que se manifieste en la suspensión o modificación de un acto administrativo constitutivo de situaciones jurídicas subjetivas, puede hacer patente una contradicción con el principio de buena fe y la doctrina de los actos propios, si la posterior decisión de la autoridad es contradictoria, irrazonable, desproporcionada y extemporánea o está basada en razones similares. Este es el caso, cuando la administración, luego de conceder una licencia de funcionamiento a una persona para el ejercicio de una determinada actividad, luego, sin justificación objetiva y razonable, procede a suspender o revocar dicha autorización, con el quebrantamiento consecuente de la confianza legítima y la prohibición de «venir contra los propios actos».

Y, por la misma época, el 13 de agosto de 1992, el Consejo de Estado, Sección Tercera, reiteró la filosofía contractual que en casos similares había expuesto la Corporación, en los siguientes términos: “Cuando las partes se suscitan confianza con la firma de acuerdos, documentos, actas, deben hacer homenaje a la misma. Ese es un MANDAMIENTO MORAL y un PRINCIPIO DEL DERECHO JUSTO. Por ello el profesor KARL LORENZ, enseña:

‘El ordenamiento jurídico protege la confianza suscitada por el comportamiento de otro y no tiene mas remedio que protegerla, porque PODER CONFIAR , como hemos visto, es condición fundamental para una pacífica vida colectiva y una conducta de cooperación entre los hombres y, por tanto, de la paz jurídica. Quien defrauda la confianza que ha producido o aquella a la que ha dado ocasión a otro, especialmente a la otra parte en un negocio jurídico, contraviene una exigencia  que el Derecho – con independencia de cualquier mandamiento moral – tiene que ponerse así mismo porque la desaparición de la confianza, pensada como un modo general de comportamiento, tiene que impedir y privar de seguridad el tráfico interindividual. Aquí entra en juego la idea de una seguridad garantizada por el Derecho, que en el Derecho positivo se concreta de diferente manera…’ ( Derecho justo. Editorial Civitas, pág. 91).

“ La Corporación encuentra que con inusitada frecuencia las partes vinculadas a través de la relación negocial resuelven sus problemas, en plena ejecución del contrato, y firman los acuerdos respectivos. Transitando por esa vía amplían los plazos, reciben parte de la obra, se hacen reconocimientos recíprocos, pero instantes después  vuelven sobre el pasado para destejer, como Penélope, lo que antes habían tejido, sembrando el camino de dificultades desleales , que no son de recibo para el Derecho, como tampoco lo es la filosofía del INSTANTANEISMO, que lleva a predicar que la persona no se obliga sino para el momento en que expresa su declaración de voluntad, pero que en el instante siguiente queda liberado de sus deberes. Quienes así proceden dejan la desagradable impresión de que con su conducta sólo han buscado sorprender a la contraparte, sacando ventajas de los acuerdos que luego buscan modificar o dejar sin plenos efectos. Olvidan quienes así actúan que cuando las personas SE VINCULAN generan la imposibilidad de ROMPER o DESTRUIR lo pactado. Solo el juez, por razones de ley, puede desatar el vínculo contractual”.

Para luego continuar diciendo la misma sentencia del Consejo de Estado: “Transitando por esta vía se atenta contra los ACTOS PROPIOS. La buena fe, se enseña, implica un deber de comportamiento, ‘…. . que consiste en la necesidad de observar en el futuro la conducta que los actos anteriores hacían prever’.

“En la jurisprudencia española se ha manejado esta problemática dentro del siguiente perfil: 

‘La buena fe que debe presidir el tráfico jurídico en general y la seriedad del procedimiento administrativo, imponen que la doctrina de los actos propios obliga al demandante a aceptar las consecuencias vinculantes que se desprenden de sus propios actos voluntarios y perfectos jurídicamente hablando, ya que aquella declaración de voluntad contiene un designio de alcance jurídico indudable, manifestado explícitamente, tal como se desprende del texto literal de la declaración, por lo que no es dable al actor desconocer, ahora, el efecto jurídico que se desprende  de aquel acto: y que, conforme con la doctrina sentada en sentencias de esta jurisdicción, como las del Tribunal Supremo de 5 de julio, 14 de noviembre y 17 de diciembre de 1963, y 19 de diciembre de 1964, no puede prosperar el recurso, cuando el recurrente se produce contra sus propios actos’ (Sentencia de 22 de abril de 1967. Principio general de la buena fe en el derecho administrativo, Editorial Civitas, Jesús González Pérez, pág. 117 y ss)”.

Es válida también la apreciación de Miguel S. Marienhoff cuando dice que “El acto que creó derechos, si es ‘regular’ no puede ser extinguido por la administración pública mediante el procedimiento de la revocación por razones de ‘ilegitimidad’”. Y se afirma que es válido el anterior concepto porque la razón para que no haya revocatorias unilaterales también lo es para el respeto al acto propio, por eso la señala el citado autor: “Es este un concepto ético del derecho que, tribunales y juristas, deben tener muy en cuenta por el alto valor que con él se defiende”, pero, se repite el respeto al acto propio fundamentalmente se debe a que la estabilidad de dicho acto tiene como base el principio de la buena fe, no solo en la relación del Estado con los particulares sino de estos entre sí…”

La buena fe objetiva

Corte Constitucional, Sentencia C-892-01 de 22 de agosto de 2001:

Problema jurídico: ¿En que se traduce el principio de buena fe en materia de contratación estatal? “Las exigencias éticas que se extraen del principio de la bona fides, coloca a los contratantes en el plano de observar con carácter obligatorio los criterios de lealtad y honestidad, en el propósito de garantizar la óptima ejecución del contrato que, a su vez, se concreta en un conjunto de prestaciones de dar, hacer o no hacer a cargo de las partes y según la naturaleza del contrato, las cuales comprenden, inclusive, aquella de proporcionarle al contratista una compensación económica para asegurarle la integridad del patrimonio en caso de sufrir un daño antijurídico. Con buen criterio, el Consejo de Estado ha venido considerando en su extensa jurisprudencia, acorde con la que ya ha sido citada en esta Sentencia, que el principio de la buena fe debe reinar e imperar durante el periodo de celebración y ejecución del contrato, concentrando toda su atención en la estructura económica del negocio jurídico, con el propósito específico de mantener su equivalencia económica y evitar que puedan resultar afectados los intereses patrimoniales de las partes. (…)

El principio de la buena fe, como elemento normativo de imputación, no supone, en consecuencia, una actitud de ignorancia o creencia de no causar daño al derecho ajeno, ni implica una valoración subjetiva de la conducta o del fuero interno del sujeto. En realidad, tiene un carácter objetivo que consiste en asumir una postura o actitud positiva de permanente colaboración y fidelidad al vínculo celebrado. Por ello, tal como sucede con el principio de reciprocidad, el desconocimiento por parte de la Administración de los postulados de la buena fe en la ejecución del contrato, conlleva el surgimiento de la obligación a cargo de ésta de responder por los daños antijurídicos que le haya ocasionado al contratista. Estos efectos jurídicos de la buena fe en materia contractual, según lo afirma la propia doctrina, son una clara consecuencia de la regla según la cual todo comportamiento contrario a la misma, en cuanto ilícito, trae implícita la obligación de pagar perjuicios.”

La conmutatividad

Corte Constitucional. Sentencia C-892/01 “…el principio de reciprocidad de prestaciones encuentra su fuente de inspiración en los contratos que la doctrina suele definir como sinalagmáticos o bilaterales, caracterizados por prever el surgimiento de prestaciones mutuas o correlativas a cargo de los sujetos que integran la relación jurídico negocial. Bajo este criterio, y por efecto directo del sinalagma, las partes quedan obligadas recíprocamente a cumplir los compromisos surgidos del contrato, los cuales se estiman como equivalentes… Es de destacar que, en el ámbito del derecho privado, la equivalencia de las cargas mutuas tiene un efecto meramente subjetivo en cuanto que, lo determinante de la figura, es que cada una de las partes, según su libre y voluntaria apreciación, acepte que la prestación a la que se obliga es similar o directamente proporcional a la que recibe a título de retribución, sin que tengan ninguna incidencia aquellos elementos de carácter objetivo que establece o fija el mercado.

No ocurre lo mismo en el Derecho Público donde es evidente que las prestaciones correlativas de las partes, en virtud del principio de la justicia conmutativa, tienen que mantener una equivalencia siguiendo el criterio objetivo de proporción o simetría en el costo económico de las prestaciones, lo que exige que el valor a recibir por el contratista, en razón de los bienes, obras o servicios que le entrega al Estado, deba corresponder al justo precio imperante en el mercado. (…) Así, en el principio de proporcionalidad encuentran sustento válido instituciones tales como las nulidades derivadas del objeto ilícito. 

(…) En cuanto el principio de reciprocidad de prestaciones comporta una de las bases de la estructura de los contratos administrativos y, desde esta perspectiva, desarrolla el ideal ético jurídico de la justicia conmutativa, fuerza es concluir que el mismo cumple una doble función: (i) la de interpretar e integrar la normatividad que regula los contratos -determinante en la etapa de celebración como límite al principio de la autonomía de voluntad-, y (ii) la de complementar el régimen de los derechos y obligaciones acordadas expresamente por las partes en el negocio jurídico -relevante en la etapa de ejecución contractual como ordenamiento legal imperativo…»

Consejo de Estado, Sección Tercera C. P. HERNÁN ANDRADE RINCÓN, 6 de junio de 2.012.-  «(…) 6.1. La conmutatividad del contrato celebrado. De conformidad con lo dispuesto por el artículo 28 de la Ley 80 de 1993, norma jurídica aplicable al contrato celebrado, “[e]n la interpretación de las normas sobre contratos estatales, relativas a procedimientos de selección y escogencia de contratistas y en la de la cláusula y estipulaciones de los contratos, se tendrá en consideración los fines y los principios de que trata esta ley, los mandatos de la buena fe y la igualdad y equilibrio entre prestaciones y derechos que caracteriza a los contratos conmutativos.”

De acuerdo con el contenido del artículo 1498 del Código Civil, aplicable a los contratos estatales en virtud de lo dispuesto por los artículos 13 y 40 de la Ley 80 de 1993, “[e]l contrato oneroso es conmutativo, cuando cada una de las partes se obliga a dar o hacer una cosa que se mira como equivalente a lo que la otra parte debe dar o hacer a su vez; y si el equivalente consiste en una contingencia incierta de ganancia o pérdida, se llama aleatorio.”

En el concepto de conmutatividad se distinguen dos elementos: el primero de ellos relativo a la reciprocidad de las prestaciones y el segundo, específicamente referido al tema de la contratación pública, se encuentra asociado a la verificación de las condiciones previstas al momento de proponer o de contratar a los cuales se refiere el tema del equilibrio contractual y que va más allá de las razones subjetivas que se derivan de la autonomía de la voluntad. Respecto de tales elementos la doctrina ha expresado lo siguiente:

“Se destacan del concepto propuesto [conmutatividad del contrato estatal] otros dos elementos fundamentales para su conformación, cuales son el de su carácter, por regla general, de recíproco en las prestaciones, al igual que el conmutativo en la relación, que, como se advierte a partir de un análisis del contexto normativo del régimen de la contratación pública y de sus desarrollos doctrinales, difiere sustancialmente de la simple conmutatividad propia de las relaciones jurídicas negociales entre particulares, en cuanto deviene de consideraciones objetivas y no de razonamientos subjetivos y relativos derivados del principio de la autonomía de la voluntad individualista; surge de manera inevitable de las verificaciones objetivas del mercado efectuadas en desarrollo del principio de planeación y que tienden a salvaguardar el interés y el patrimonio público, bajo el criterio de equilibrio entre los valores de los objetos, bienes o servicios y la retribución correspondiente, para llegar a la noción de un punto intangible de precio justo para las partes.

“Bajo las exigencias del régimen positivo del contrato del Estado, y de su principio rector del interés público y general, la conmutatividad se da sobre la base de referentes objetivos que nos aproximen a puntos reales de equilibrio económico y no de supuestos convencionales, derivados de la autonomía de la voluntad y que adquieren fuerza no por su real equivalencia, sino en la medida en que el artículo 1498 del Código Civil la presume en razón de la manifestación voluntaria y de buena fe de las partes intervinientes que así lo quieren y expresan.

Asimismo, la conmutatividad a la cual alude el artículo 28 antes mencionado va en contravía con el contenido y con la naturaleza de los negocios aleatorios, toda vez que los contratos estatales suponen un ejercicio previo de planeación, (…) Al respecto el profesor Santofimio Gamboa ha expresado lo siguiente: “La conmutatividad que ordena la ley en el contrato del Estado, bajo los supuestos normativos, principalmente del artículo 28 de la Ley 80 de 1 993, al momento de proponer o contratar riñe en absoluto con el contenido y la naturaleza jurídica de todo negocio aleatorio que de por sí implica la sujeción, no a la planeación previa vinculante y obligatoria del negocio y a la fijación de los referentes objetivos de riesgos y costos como presupuestos básicos para garantizar los intereses públicos y generales, sino, por el contrario, a la suerte, al devenir incierto y abierto de contingencias en donde no se puede saber a ciencia cierta cuál va a ser el destino patrimonial y económico de las partes involucradas en la relación.

“Lo que se quiere en nuestro ordenamiento por regla general no son destinos inciertos y oscuros para el contrato del Estado, o el riesgo absoluto en los negocios públicos, sino, por el contrario, la mesura, el cuidado, la planeación suficiente, la distribución de riesgos y no el camino fácil de la asunción de responsabilidades y riesgos sin control, en una especie de tránsito a ciegas por penumbras inexploradas.

“El contrato del Estado está dominado por la regla general de la previsibilidad, lo que hace que se deba negar el paso a cualquier hipótesis de modalidad negocial aleatoria, no solo por atentatoria contra el interés público en la medida en que pone en peligro el patrimonio de la comunidad, sino en cuanto a que a partir del carácter imperativo de la planeación contractual y de la distribución de riesgos en los términos de las leyes 80 de 1 993 y 1150 de 2007, prácticamente un contrato del Estado que se caracterice por aleatorio estaría viciado de nulidad absoluta por causa ilícita puesto que desconocería el derecho público de la Nación en los términos del artículo 44 (num. 2) de la Ley 80 de 1 993 en concordancia con el 1523 del Código Civil…”

Por otra parte, sobre la diferencia que existe entre conmutatividad aplicada al derecho privado y aplicada al derecho público, afirma el Profesor Santofimio Gamboa en su obra «El carácter conmutativo y por regla general sinalagmático del contrato estatal y sus efectos respecto de la previsibilidad del riesgo y del mantenimiento de su equilibrio económico: 

«… Artículo 1498 del Código Civil: El contrato oneroso es conmutativo, cuando cada una de las partes se obliga a dar o hacer una cosa que se mira como equivalente a lo que la otra parte debe dar o hacer a su vez (…).

“(…) Se destaca del concepto propuesto otros dos elemento fundamentales para su conformación cual son el de su carácter, por regla general, de reciproco en las prestaciones, al igual que de conmutativos la relación, que como se advierte, a partir de un análisis del contexto normativo del régimen de la contratación pública y de sus desarrollos doctrinales, difiere sustancialmente de la simple conmutatividad propia de las relaciones jurídicas negociales entre particulares, en cuanto deviene de consideraciones objetivas y no de razonamientos subjetivos y relativos derivados del principio de la autonomía de la voluntad individualista; surge de manera inevitable de las verificaciones objetivas del mercado efectuadas en desarrollo del principio de planeación y que tienden a salvaguardar el interés y el patrimonio público, bajo el criterio de equilibrio entre los valores de los objetos, bienes o servicios y la retribución correspondiente, para llegar a la noción de un punto intangible de precio justo para las partes.

Bajo las exigencias del régimen positivo del contrato del Estado, y de su principio rector del interés público y general, la conmutatividad se da sobre la base de referentes objetivos que nos aproximen a puntos reales de equilibrio económico y no de supuestos convencionales, derivados de la autonomía de la voluntad y que adquieren fuerza no por su real equivalencia, sino en la medida en que el artículo 1498 del código civil presume la misma en razón de la manifestación voluntaria y de buena fe de las partes intervinientes que así lo quieren y expresan.

Sobre esta base se edifica para el contrato del Estado, por regla general, no solo la teoría del equilibrio económico al momento de proponer o contratar, sino también su concepción negativa, la de la ruptura o quiebre de esa relación objetiva balanceada con ocasión de actos y hechos de la administración contratante, del contratista, por actos de la administración como Estado, y por factores exógenos a las partes del negocio jurídico.

No obstante las anteriores construcciones doctrinales respecto de la conmutatividad propia y particular del contrato del Estado, no desconocemos que en el contrato típicamente privado, la conmutatividad, no obstante fundarse en la concepciones derivadas de la autonomía de la voluntad, también implica un equilibrio de la relación tal como se deduce de los textos legales civiles y comerciales y lo ha sostenido históricamente la doctrina privatista, de aquí, que se identifiquen diversos factores, por lo demás retomados en los códigos civil y comercial, que determinan situaciones de ruptura de la conmutatividad en estos contratos, tales como el precio irrisorio, la lesión enorme, violencia generalizada, imprevisión e imposibilidad sobrevenida, desvaloración monetaria, alteración de precios y calidades, salario mínimo, desequilibrio económico por vicio-temor…»

El principio de planeación

Consejo de Estado. Sección Tercera, C. P. MAURICIO FAJARDO GÓMEZ, 29 de agosto de 2007. Proceso número: 850012331000030901(15324).-

2.3.9.- El principio de Planeación.- «… Este principio, entonces, tiene importantes implicaciones desde mucho antes de la convocatoria a proponer, pues en esta etapa preliminar resulta indispensable la elaboración previa de estudios y análisis suficientemente serios y completos, antes de iniciar un procedimiento de selección, encaminados a determinar, entre muchos otros aspectos relevantes: (i) la verdadera necesidad de la celebración del respectivo contrato; (ii) las opciones o modalidades existentes para satisfacer esa necesidad y las razones que justifiquen la preferencia por la modalidad o tipo contractual que se escoja; (iii) las calidades, especificaciones, cantidades y demás características que puedan o deban reunir los bienes, las obras, los servicios, etc., cuya contratación, adquisición o disposición se haya determinado necesaria, lo cual, según el caso, deberá incluir también la elaboración de los diseños, planos, análisis técnicos, etc; (iv) los costos, proyecciones, valores y alternativas que, a precios de mercado reales, podría demandar la celebración y ejecución de esa clase de contrato, consultando las cantidades, especificaciones, cantidades de los bienes, obras, servicios, etc., que se pretende y requiere contratar, así como la modalidad u opciones escogidas o contempladas para el efecto; (v) la disponibilidad de recursos o la capacidad financiera de la entidad contratante, para asumir las obligaciones de pago que se deriven de la celebración de ese pretendido contrato; (vi) la existencia y disponibilidad, en el mercado nacional o internacional, de proveedores, constructores, profesionales, etc., en condiciones de atender los requerimientos y satisfacer las necesidades de la entidad contratante; (vii) los procedimientos, trámites y requisitos que deben satisfacerse, reunirse u obtenerse para llevar a cabo la selección del respectivo contratista y la consiguiente celebración del contrato que se pretenda celebrar.

El aludido principio de planeación, con los perfiles y el alcance que se señalan, en modo alguno constituye una novedad en el ámbito contractual que hubiere introducido la Ley 80, expedida en el año de 1993, puesto que el mismo emerge con obviedad de los deberes, la diligencia, el cuidado, la eficiencia y la responsabilidad con que ha de conducir sus actuaciones todo administrador público a quien se le confía el manejo de dineros y recursos que en modo alguno le pertenecen, que son de carácter oficial, que han de destinarse a la satisfacción del interés general, en desarrollo de las funciones y precisas competencias atribuidas a la respectiva entidad, con miras al cumplimiento de los fines estatales y la satisfacción del interés general.

Es por ello que en dicho principio de planeación pueden hallarse la razón y el fundamento, entre otras, de las exigencias establecidas en los numerales 6º, 7º, 12º, 13 y 14º del artículo 25 la Ley 80, disposiciones en las cuales se impone que, previamente a ordenar la apertura de la licitación o el concurso, las entidades estatales deberán haber obtenido las partidas presupuestales necesarias para la ejecución del contrato al igual que las autorizaciones y aprobaciones respectivas; haber definido la conveniencia o no de la futura contratación y tener elaborados los estudios, diseños y proyectos requeridos y, naturalmente los pliegos de condiciones o términos de referencia que regirán la contratación. Adicionalmente, están en el deber legal de incluir en las partidas presupuestales los ajustes necesarios para la actualización de precios y los imprevistos que surjan por retardos o por situaciones de desequilibrio en la ecuación contractual

(…) El artículo 25 en la parte pertinente dispone: “Artículo 25. Principio de economía. En virtud de este principio: (…) 6o. Las entidades estatales abrirán licitaciones o concursos e iniciarán procesos de suscripción de contratos, cuando existan las respectivas partidas o disponibilidades presupuestales. 7o. La conveniencia o inconveniencia del objeto a contratar y las autorizaciones y aprobaciones para ello, se analizarán o impartirán con antelación al inicio del proceso de selección del contratista o al de la firma del contrato, según el caso. (…) 12. Con la debida antelación a la apertura del procedimiento de selección o de la firma del contrato, según el caso, deberán elaborarse los estudios, diseños y proyectos requeridos, y los pliegos de condiciones o términos de referencia. La exigencia de los diseños no regirá cuando el objeto de la contratación sea la construcción o fabricación con diseños de los proponentes. 13. Las autoridades constituirán las reservas y compromisos presupuestales necesarios, tomando como base el valor de las prestaciones al momento de celebrar el contrato y el estimativo de los ajustes resultantes de la aplicación de la cláusula de actualización de precios. 14. Las entidades incluirán en sus presupuestos anuales una apropiación global destinada a cubrir los costos imprevistos ocasionados por los retardos en los pagos, así como los que se originen en la revisión de los precios pactados por razón de los cambios o alteraciones en las condiciones iniciales de los contratos por ellas celebrados.”

(…) Por su parte, el numeral 2º del citado articulo 30 ibídem31 estableció, respecto del contenido de los pliegos de condiciones, la necesidad de detallar especialmente los aspectos relativos al objeto de contrato, su régimen jurídico, los derechos y obligaciones de las partes, la determinación y ponderación de los factores objetivos de selección y demás situaciones de tiempo, modo y lugar necesarias para garantizar reglas objetivas, claras y completas.

El incumplimiento del deber legal consagrado en las normas legales que rigen o han regido la contratación pública, mediante las cuales se establece para la Administración la obligatoriedad de contar previamente con los planos, proyectos y presupuestos respectivos y, por supuesto, haber obtenido las aprobaciones y licencias para la ejecución de las obras, comprometen la responsabilidad patrimonial de la Administración en los eventos en que por ello se ocasionen daños antijurídicos al contratista e incluso podría generar responsabilidad de tipo patrimonial, fiscal, disciplinario y aún penal, respecto de los funcionarios que actúan de manera negligente e improvisada en las distintas etapas del contrato.

Sobre este mismo aspecto, la Sala ya había puntualizado lo siguiente: “El Estado está obligado a actuar con alto grado de eficiencia y eficacia, para que se protejan los recursos fiscales con sujeción estricta al orden jurídico. De tal manera, es altamente cuestionable todo acto de negligencia, desidia o falta de planeación u organización estatal en la toma de decisiones públicas, que generen situaciones contrarias a la ley.” Este gran universo de los principios que informan la actividad contractual, unos de rango constitucional y otros de rango legal, dependientes entre sí, íntimamente ligados y que se instrumentan mutuamente, buscan un sólo propósito que no es nada distinto a la satisfacción del interés general y del bienestar de la comunidad…»

El principio de publicidad

Consejo de Estado. Sección Tercera, C. P. MAURICIO FAJARDO GÓMEZ, 29 de agosto de 2007. Proceso número: 850012331000030901(15324).-

«… La publicidad es otro de los principios que orientan la actividad contractual y en virtud del mismo, las actuaciones de la Administración deben ser puestas en conocimiento de los administrados con lo cual ha de garantizarse su transparencia; con mayor razón cuando se trata de adelantar alguno de los procedimientos de selección de contratistas, puesto que de su efectiva aplicación se ha de derivar la posibilidad real de asegurar y permitir amplia participación de todas las personas que estén interesadas en presentar sus ofertas para la ejecución de proyectos de interés público.

La publicidad ha sido definida como “la comunicación masiva que tiene por objeto informar, persuadir y conseguir un comportamiento determinado de las personas que reciben esta información”

La Ley 80 hace una importante aplicación de este principio en varios de sus artículos, así: i) el artículo 24-2, ordena la publicidad de los informes, conceptos o decisiones que se rindan o adopten en los procesos contractuales para que sean controvertidos, mandamiento que desarrolla el numeral 8º del artículo 30 ibídem; ii) el artículo 24-3 determina que todas las actuaciones de la autoridades sean públicas y los expedientes que las contengan sean abiertos al público; iii) el artículo 24-4 dispone la expedición de copias de las actuaciones adelantadas en el procedimiento de selección con excepción de los documentos que tengan reserva legal y, iv) el artículo 30-10 contempla la posibilidad de que la adjudicación tenga lugar en el marco de una audiencia pública, en el caso previsto por el artículo 273 constitucional.

Se observa cómo los principios de publicidad y transparencia se encuentran integrados en el artículo 24 de la Ley 80, a tal punto que la publicidad de las actuaciones de la Administración constituye el elemento fundamental para asegurar su pulcritud, es decir, que uno y otro principios se sirven mutuamente y resultan inescindibles…»

El principio de igualdad

Corte Constitucional. Sentencia C-499 de 2.015.-

«… 4.3. La igualdad como valor, principio y derecho. 4.3.1. La igualdad tiene un tripe rol en el ordenamiento constitucional: el de valor, el de principio y el de derecho.

En tanto valor, la igualdad es una norma que establece fines, dirigidos a todas las autoridades creadoras del derecho y en especial al Legislador;

en tanto principio, la igualdad es una norma que establece un deber ser específico y, por tanto, se trata de una norma de mayor eficacia que debe ser aplicada de manera directa e inmediata por el Legislador o por el juez;

en tanto derecho, la igualdad es un derecho subjetivo que “se concreta en deberes de abstención como la prohibición de la discriminación y en obligaciones de acción como la consagración de tratos favorables para los grupos que se encuentran en debilidad manifiesta. La correcta aplicación del derecho a la igualdad no sólo supone la igualdad de trato respecto de los privilegios, oportunidades y cargas entre los iguales, sino también el tratamiento desigual entre supuestos disímiles”.

4.3.2. La igualdad se reconoce y regula en varios textos constitucionales, como en el preámbulo, en los artículos 13, 42, 53, 70, 75 y 209. Esta múltiple presencia, como lo ha puesto de presente este tribunal, indica que la igualdad “carece de un contenido material específico, es decir, a diferencia de otros principios constitucionales o derechos fundamentales, no protege ningún ámbito concreto de la esfera de la actividad humana sino que puede ser alegado ante cualquier trato diferenciado injustificado. De la ausencia de un contenido material específico se desprende la característica más importante de la igualdad: su carácter relacional”.

(…) 4.3.4. En tanto principio, la igualdad es una norma que establece un deber ser específico, aunque su contenido puede aplicarse a múltiples ámbitos del quehacer humano, y no sólo a uno o a algunos de ellos. Este deber ser específico, en su acepción de igualdad de trato, que es la relevante para el asunto sub examine, comporta dos mandatos: (i) el de dar un mismo trato a supuestos de hecho equivalentes, siempre que no haya razones suficientes para darles un trato diferente; y (ii) el de dar un trato desigual a supuestos de hecho diferentes.

4.3.5. A partir del grado de semejanza o de identidad, es posible precisar los dos mandatos antedichos en cuatro mandatos más específicos aún, a saber: (i) el de dar el mismo trato a situaciones de hecho idénticas; (ii) el de dar un trato diferente a situaciones de hecho que no tienen ningún elemento en común; (iii) el de dar un trato paritario o semejante a situaciones de hecho que presenten similitudes y diferencias, cuando las primeras sean  más relevantes que las segundas; y (iv) el de dar un trato diferente a situaciones de hecho que presentes similitudes y diferencias, cuando las segundas más relevantes que las primeras…»

Corte Constitucional. Sentencia C-154 de 1.996.-

«… 2.2. El derecho de igualdad. – El derecho a la igualdad responde al postulado según el cual, todas las personas nacen iguales ante la ley y, en consecuencia, deben  recibir la misma protección  y trato de las autoridades y gozar de los mismos derechos, libertades y oportunidades, sin ninguna discriminación (art. 13 C.P.).

Sin embargo, la igualdad asi concebida no significa que el legislador deba asignar a todas las personas idéntico tratamiento jurídico, porque no todas ellas se encuentran colocadas dentro de situaciones fácticas similares ni en iguales condiciones personales. En tal virtud, admite la generalidad de la doctrina de que el legislador no puede estar sometido a la exigencia de que, a fin de no desconocer el principio de igualdad, debe tratar a todos de la misma manera o reconocer que todos son iguales por todos los aspectos. En este orden de ideas, para delimitar el alcance y aplicación del principio se ha acudido a la fórmula clásica de que “hay que tratar igual a lo igual y desigual a lo desigual”.

Tanto la igualdad, como el trato diferenciado dispensado a personas y a situaciones personales, están referidos a condiciones, circunstancias o propiedades específicos; por consiguiente, los juicios que se formulan en cada caso resultan ser, como es lógico, juicios sobre una igualdad o diferencia fáctica parcial.

Según Robert Alexy, los juicios sobre igualdad fáctica parcial no definen en forma concluyente sobre la posibilidad de disponer un tratamiento igual o desigual, porque en tales condiciones la igualdad es conciliable con un tratamiento desigual y la desigualdad fáctica parcial con un tratamiento igual. Dicho autor ilustra la afirmación anterior señalando que por el hecho de que A sea marinero al igual que B, no se excluye la posibilidad de que A sea castigado por hurto pero B no; o del hecho de que A sea un marinero y B un empleado de Banco, no se excluye la posibilidad de que ambos sean castigados por hurto.

Como la igualdad o la desigualdad fáctica parcial en algún aspecto no constituye  condición suficiente para la aplicación de la fórmula general de igualdad, debe acudirse entonces a la aplicación de criterios de valoración a partir de los cuales se logre establecer qué es valorativamente igual o desigual.  

– El Tribunal Constitucional de Alemania logró resolver con apoyo en el concepto de “arbitrariedad”, el problema de valoración relacionado con la máxima general de igualdad. Agregó, además, el concepto “esencial”, y con todo ello construyó la fórmula: “Al legislador le está prohibido tratar lo esencialmente igual, arbitrariamente desigual”.

En estas condiciones se tiene que la máxima de igualdad es quebrantada cuando el tratamiento desigual es arbitrario. Pero del mismo modo, no incurriría el legislador en desconocimiento del principio de igualdad si media una razón suficiente para dar un tratamiento desigual  a situaciones esencialmente iguales.

Es claro que existe una diferenciación arbitraria cuando se omite una razón suficiente que la justifique, y en tal caso debe necesariamente disponerse una igualdad de tratamiento de la situación. Esto se formula con el siguiente enunciado:

“Si no hay ninguna razón suficiente que justifique un tratamiento desigual, entonces debe disponerse un tratamiento igual”.

Una razón es suficiente para la permisión de un tratamiento desigual -dice Alexy- si, en virtud de esa razón, el tratamiento desigual no es arbitrario.

– La Corte Constitucional ha tenido oportunidad de señalar en varias oportunidades los criterios de diferenciación a los cuales debe acudir el juzgador cuando tiene que formular un juicio de igualdad, con el propósito de aceptar o rechazar un tratamiento desigual adoptado por el legislador al expedir la norma.

La Corte acoge como criterios referenciales para evaluar la justificación objetiva de una  diferenciación, los que igualmente postula para tal fin el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y que en esencia se reducen a dos: la razonabilidad de la diferenciación y la proporcionalidad de los medios incorporados en la norma y los fines que se propone lograr.

Sobre la primera cuestión, advierte la Corte: «Toda desigualdad no constituye necesariamente una discriminación;  la igualdad sólo se viola si la desigualdad está desprovista de una justificación objetiva y razonable, y la existencia de dicha justificación debe apreciarse según la finalidad y los efectos de la medida considerada…».

En relación con el criterio de proporcionalidad, se anota lo siguiente: «Los medios escogidos por el legislador no sólo deben guardar proporcionalidad con los fines buscados por la norma, sino compartir su carácter de legitimidad. El principio de proporcionalidad busca que la medida no sólo tenga un fundamento legal, sino que sea aplicada de tal manera que los intereses jurídicos de otras personas no se vean afectados, o que ello suceda en grado mínimo».  

Resulta necesario, por lo demás, que se conjuguen en el juicio de igualdad estos criterios, porque independientemente ninguno de tales criterios constituye una fórmula eficaz para evaluar al tratamiento desigual que pudiera establecer una norma y deducir su justificación objetiva y razonable.

Los criterios de diferenciación formulados por la jurisprudencia alemana como los adoptados por la doctrina de la Corte, consagran una metodología de análisis para valorar la legitimidad del tratamiento desigual adoptado por el legislador, que en esencia  se fundamenta sobre criterios de valoración vinculados en la máxima de que hay que tratar lo igual de modo igual y lo desigual de modo desigual.

Así, pues, se tiene que la máxima de igualdad es quebrantada cuando el tratamiento desigual es arbitrario o cuando ese tratamiento no responde valorativamente a criterios de razonabilidad y proporcionalidad…»

Consejo de Estado. Sección Tercera, C. P. MAURICIO FAJARDO GÓMEZ, 29 de agosto de 2007. Proceso número: 850012331000030901(15324).-

«… El artículo 13 de la Carta consagra con el linaje de fundamental, el derecho a la igualdad, en virtud del cual todas las personas deben tenerse como iguales ante la ley y merecen recibir el mismo trato y protección de las autoridades, así como tienen derecho a gozar de las mismas libertades y oportunidades, sin discriminación alguna por razones de sexo, raza, origen, idioma, religión o pensamiento político o filosófico.

El Constituyente consagró la igualdad como un derecho fundamental en el artículo que ha sido citado, pero a su vez la instituyó como un principio de la actividad administrativa, en el artículo 209, de tal suerte que este postulado tiene una doble connotación: la primera como derecho fundamental y la segunda como principio de la actividad de la Administración.

La Ley 80, en sus artículos 24, 29 y 30, contiene valiosas aplicaciones del principio de igualdad en la selección del contratista, toda vez que dicho procedimiento, en cualquiera de sus modalidades -licitación o concurso públicos y contratación directa-, parte del presupuesto de que todos los participantes deben encontrarse en condiciones de igualdad.

Así pues, una vez más se verifica que el principio de igualdad en las actuaciones contractuales lleva implícitos elementos básicos de los principios de transparencia y de selección objetiva, postulados cuya efectividad depende de un trato igualitario a todos los oferentes tanto en la exigencia de los requisitos previstos en el pliego de condiciones, como en la calificación de sus ofertas y, por supuesto, en la selección de aquella que resulte más favorable para los intereses de la Administración.

La jurisprudencia de la Sala se refirió a la integración de estos tres principios, en providencia cuyos apartes pertinentes se transcriben a continuación: “La igualdad de los licitadores, presupuesto fundamental que garantiza la selección objetiva y desarrolla el principio de transparencia que orienta la contratación estatal, se traduce en la identidad de oportunidades dispuesta para los sujetos interesados en contratar con la Administración. Y la sujeción estricta al pliego de condiciones es un principio fundamental del proceso licitatorio, que desarrolla la objetividad connatural a este procedimiento, en consideración a que el pliego es fuente principal de los derechos y obligaciones de la administración y de los proponentes.”

El principio de libre concurrencia

Consejo de Estado. Sección Tercera, C. P. MAURICIO FAJARDO GÓMEZ, 29 de agosto de 2007. Proceso número: 850012331000030901(15324).-

«… 2.3.8.- El principio de libre concurrencia.- Por su parte, el principio de la libre concurrencia encuentra apoyo fundamental en los principios de igualdad y de publicidad, expuestos anteriormente, a través de los cuales logra su instrumentación. En virtud de este principio, cualquier persona tiene libertad de participar, en igualdad de condiciones, en la convocatoria que formule la Administración pública para la adquisición de bienes y servicios o para la ejecución de obras, requeridos para la satisfacción de las necesidades de la comunidad. En criterio del tratadista Escobar Gil, la finalidad del principio de libertad de concurrencia es doble, en cuanto de una parte “asegura a los asociados la igualdad de oportunidades promoviendo la participación del mayor número de oferentes” y, de otra, “facilita la selección de quien presente la propuesta más favorable en beneficio del interés público»

Según los doctrinantes Eduardo García de Enterría y Tomás Ramón Fernández “[l]a libertad de concurrencia es uno de los principios tradicionales de la contratación de los entes públicos, y persigue una doble finalidad: proteger los intereses económicos de la Administración suscitando en cada caso la máxima competencia posible y garantizar la igualdad de acceso a la contratación con la Administración”

Pero la libertad de acceder a la contratación del Estado no es absoluta, toda vez que la misma ley le impone ciertas limitaciones, las cuales se encuentran dadas, de una parte, por la capacidad exigida a los proponentes puesto que solo podrán participar aquellas personas que tengan capacidad legal para proponer y celebrar el contrato23 y de otra, por la idoneidad técnica, profesional y económica que debe reunir el proponente para asegurar la ejecución del objeto contractual con estándares de calidad y eficiencia24, limitaciones que resultan legítimas y razonables.

Sobre la libertad de concurrencia y sus limitaciones resulta pertinente traer a colación lo expresado por la Sección Tercera en Sentencia de 19 de julio de 2001, en la cual determinó: “La libre concurrencia permite el acceso al proceso licitatorio de todas las personas o sujetos de derecho interesados en contratar con el Estado, mediante la adecuada publicidad de los actos previos o del llamado a licitar. Es un principio relativo, no absoluto o irrestricto, porque el interés público impone limitaciones de concurrencia relativas, entre otras, a la naturaleza del contrato y a la capacidad e idoneidad del oferente.”

Sin embargo, la Administración no se encuentra autorizada para restringir la participación de los interesados, estableciendo, a su discrecionalidad, reglas que desconozcan la igualdad de condiciones, como cuando sin fundamento alguno determina un mejor derecho para algunos de los participantes, mediante el sistema de la precalificación o caprichosamente fija condicionamientos para direccionar la participación de unos pocos oferentes, práctica que no se encuentra autorizada en la legislación colombiana y que indudablemente vicia de nulidad el contrato, tal y como fue establecido por el Consejo de Estado en auto del 6 de abril de 1987, providencia mediante la cual se ordenó la suspensión provisional del acto administrativo que ordenó la participación en una licitación, exclusivamente, de aquellas firmas y consorcios que habían sido precalificados.

Otra dimensión del principio de la libertad de concurrencia, se traduce en la posibilidad cierta de que la Administración obtendrá el mayor número de ofrecimientos, lo cual se logra cuando la convocatoria ha sido lo suficientemente divulgada; de esta manera resulta posible generar una mayor competencia entre los participantes que han accedido a ella en igualdad de condiciones, a la vez, que se amplía la posibilidad de comparación y confrontación de los diversos ofrecimientos, para finalmente seleccionar, con arreglo a criterios objetivos, aquella que resulte ser la más favorable para el interés público. En todo caso, si a pesar de la diligencia de la Administración, la concurrencia de los participantes es mínima, este hecho por sí solo no da lugar al desconocimiento de este importante principio…»

CONSEJO DE ESTADO SALA DE CONSULTA Y SERVICIO CIVIL Consejero Ponente: Óscar Darío Amaya Navas Bogotá, D.C., dieciséis (16) de febrero de dos mil veintidós (2022) Número Único: 11001-03-06-000-2021-00167-00 Radicación Interna: 2473 Referencia: Contrato de concesión para la prestación del servicio público del RUNT. Prórroga, adición y continuidad en la prestación del servicio. 

5.6.2. Libre concurrencia y libre competencia Recordó la Sala recientemente, en el Concepto 2448 de 2021, que con arreglo a lo dispuesto en los artículos 13, 333 y 334 del texto superior, los particulares tienen el derecho a participar en la actividad económica de la Nación, en ejercicio del derecho a la libertad de empresa.

El ejercicio de este derecho debe ser garantizado en igualdad de condiciones. Sobre el particular, en la Sentencia C- 815 de 2001, la Corte Constitucional manifestó lo siguiente:

El derecho a la igualdad de oportunidades, aplicado en la contratación de la [A]dministración pública, como en el caso del contrato de concesión, se plasma en el derecho a la libre concurrencia u oposición, por virtud del cual, se garantiza la facultad de participar en el trámite concursal a todos los posibles proponentes que tengan la real posibilidad de ofrecer lo que demanda la administración.

3.3 La libre competencia económica La libre competencia se presenta cuando un conjunto de empresarios, en un marco normativo de igualdad de condiciones, ponen sus esfuerzos, factores empresariales y de producción, en la conquista de un mercado determinado, bajo el supuesto de la ausencia de barreras de entrada o de otras prácticas restrictivas que dificulten el ejercicio de una actividad económica lícita. De acuerdo con los artículos 333 y 334 de la Constitución Política, se reconoce y garantiza la libre competencia económica como expresión de la libre iniciativa privada en aras de obtener un beneficio o ganancia por el desarrollo y explotación de una actividad económica. No obstante, los cánones y mandatos del Estado Social imponen la obligación de armonizar dicha libertad con la función social que le es propia, es decir, es obligación de los empresarios estarse al fin social y a los límites del bien común que acompañan el ejercicio de la citada libertad.

Bajo estas consideraciones se concibe a la libre competencia económica, como un derecho individual y a la vez colectivo (artículo 88 de la Constitución), cuya finalidad es alcanzar un estado de competencia real, libre y no falseada, que permita la obtención del lucro individual para el empresario, a la vez que genera beneficios para el consumidor con bienes y servicios de mejor calidad, con mayores garantías y a un precio real y justo

Por ello, la protección a la libre competencia económica tiene también como objeto, la competencia en sí misma considerada, es decir, más allá de salvaguardar la relación o tensión entre competidores, debe impulsar o promover la existencia de una pluralidad de oferentes que hagan efectivo el derecho a la libre elección de los consumidores, y le permita al Estado evitar la conformación de monopolios, las prácticas restrictivas de la competencia o eventuales abusos de posiciones dominantes que produzcan distorsiones en el sistema económico competitivo.

Así se garantiza tanto el interés de los competidores, el colectivo de los consumidores y el interés público del Estado. Como una manifestación de los anteriores principios, especialmente el de igualdad, el parágrafo del artículo 30 de la Ley 80 de 1993, modificado por el artículo 32 de la Ley 1150 de 2007, entiende la licitación como el procedimiento mediante el cual la entidad estatal formula públicamente una convocatoria para que, en igualdad de oportunidades, los interesados presenten sus ofertas y seleccione entre ellas la más favorable.

En esta medida, las entidades deben garantizar el cumplimiento de los principios de igualdad y transparencia, para hacer efectiva la supremacía del interés general, la libre concurrencia de los interesados en contratar con el Estado, la igualdad de los oferentes,83 la publicidad de todo el iter contractual, la selección objetiva del contratista, esto es, del concesionario del servicio público correspondiente, así como el derecho a cuestionar o controvertir las decisiones que en esta materia realice la Administración.

Por su parte, el artículo 88 de la Ley 1474 de 2011 dispone, a su vez, que la oferta más favorable será aquella que, teniendo en cuenta los factores técnicos y económicos de escogencia y la ponderación precisa y detallada de los mismos, contenida en los pliegos de condiciones o sus equivalentes, resulte ser la más ventajosa para la entidad, sin que la favorabilidad la constituyan factores diferentes a los contenidos en dichos documentos.

La Sala prohíja los argumentos expuestos en la jurisprudencia de esta Corporación en los que se ha resaltado cómo el deber de selección objetiva constituye uno de los más importantes de la contratación estatal, dada su capacidad de asegurar el cumplimiento de los demás, en tanto con él se persigue garantizar la elección de la oferta más favorable para la entidad y el interés público implícito en esta actividad de la Administración, mediante la aplicación de precisos factores de escogencia, que impidan una contratación fundamentada en una motivación arbitraria, discriminatoria, caprichosa o subjetiva, lo cual sólo se logra si en el respectivo proceso de selección se han honrado los principios de transparencia, igualdad, imparcialidad, buena fe, economía y responsabilidad.

En cuanto a las adiciones y prórrogas automáticas a los contratos estatales, además de las limitaciones señaladas en este concepto, llevan como consecuencia que no se permita participación de terceros interesados en presentar ofertas en un concurso abierto y público, lo que impide la libre concurrencia, y también la libre competencia económica, razón por la que es dable concluir que tales prácticas vulneran las disposiciones superiores, las cuales encuentran desarrollo en la Ley 80 de 1993.

Al respecto, es importante reiterar que en los contratos de concesión, dada su naturaleza y estructura económica – financiera (ligada al valor de las inversiones que deben efectuarse y al monto de los ingresos que se espera obtener, entre otros), las prórrogas generan, por regla general, una adición al valor inicial del contrato (sin perjuicio de las otras adiciones que se pacten, simultánea o posteriormente), lo que lógicamente implica un mayor valor del contrato, y por lo mismo están sujetas al límite previsto en el parágrafo del artículo 40 de la Ley 80. Dentro de este marco, la prórroga de los contratos de concesión de servicios públicos no solo es excepcional, sino que, insiste la Sala, debe observar la restricción contenida en el parágrafo del artículo 40 de la Ley 80 de 1993, según la cual «los contratos no podrán adicionarse en más del cincuenta por ciento (50%) de su valor inicial, expresado éste en salarios mínimos legales mensuales…».

El principio de selección objetiva

CONSEJERO PONENTE: JAIME ORLANDO SANTOFIMIO GAMBOA. 15 de diciembre de 2017. Rad. No.: 76001-23-33-000-2013-00169-01 (50.045)

«… 5.-El principio de selección objetiva del contratista. 5.1.-La selección objetiva prevista en el derogado artículo 29 de la Ley 80 de 1993 y hoy en el artículo 5 de la Ley 1150 de 2007, alude a aquel principio conforme al cual la entidad deberá seleccionar el ofrecimiento que resulte más favorable a la Entidad y las finalidades que ésta busca en ejercicio de la actividad contractual, sin tener en cuenta ningún factor, interés o cualquier tipo de motivación subjetiva y conforme a las reglas, criterios o parámetros y reglas previamente establecidos tanto en la Ley, cómo en el pliego de condiciones.

5.2.- La disposición a la que se alude también dispone que el “ofrecimiento más favorable es aquel que, teniendo en cuenta los factores de escogencia, tales como cumplimiento, experiencia, organización, equipos, plazo, precio y la ponderación precisa, detallada y concreta de los mismos, contenida en los pliegos de condiciones o términos de referencia o en el análisis previo a la suscripción del contrato, si se trata de contratación directa, resulta ser el más ventajoso para la entidad, sin que la favorabilidad la constituyan factores diferentes a los contenidos en dichos documentos, sólo alguno de ellos, el más bajo precio o el plazo ofrecido” y que “el administrador efectuará las comparaciones del caso mediante el cotejo de los diferentes ofrecimientos recibidos, la consulta de precios o condiciones del mercado y los estudios y deducciones de la entidad o de los organismos consultores o asesores designados para ello.”

5.3.- De ésta forma, se entiende que la favorabilidad en la propuesta no sólo hace referencia a que la administración adopte su decisión de adjudicación desprovista de todo tipo de afecto, interés o motivación subjetiva, sino también a que esa propuesta sea la más favorable a sus intereses, teniendo en cuenta tanto los factores de escogencia que ella misma ha establecido previamente en los respectivos pliegos de condiciones, como las reglas de procedimiento consagrado en la Ley para la tipología del contrato que se pretende celebrar.

5.4.- Así las cosas, la objetividad en la elección de un contratista en cualquier proceso de selección que se trate, hace parte integral del principio de interés general, pues por medio de éste lo que se busca es seleccionar la propuesta que sea más favorable para la satisfacción de los intereses colectivos, siendo improcedente tener en cuenta alguna consideración de tipo subjetivo.

5.5.- Luego, si lo que se busca mediante el principio al que se alude es la selección de la propuesta más favorable para la satisfacción de las necesidades o finalidades estatales, es evidente que para que la administración así pueda determinarlo debe realizar un ejercicio comparativo entre las diversas propuestas presentadas, para lo cual debe fijar, previamente, reglas claras, objetivas y completas que permitan el libre acceso al proceso de selección de todos aquellos sujetos interesados en contratar con ella en condiciones de igualdad y libre competencia.

5.6.- Por otro tanto, el principio de selección objetiva guarda una estrecha relación con el principio de transparencia, que implica, entre otras cosas, la garantía de que la administración al seleccionar el contratista seguirá el procedimiento o modalidad de selección previsto en la Ley para la tipología del contrato que pretende celebrar, que actuará de forma imparcial y objetiva, sujetándose a las reglas, criterios, factores y objetivos previamente establecidos en la norma y en los pliegos de condiciones y no procederá de forma oculta, arbitraria o movida por intereses, factores o motivaciones subjetivas.

5.7.- Y es que si no se sigue el procedimiento previsto en la ley para la tipología de contrato que se pretende celebrar se vulnera el principio de selección objetiva, pues se estaría dejando a la voluntad exclusiva de la administración tanto el procedimiento a seguir para cada contrato que pretenda celebrar, como la selección del contratista.

5.8.- Aún más cuando no se adelanta el procedimiento de selección previsto en la Ley para cada tipología de contrato, no solamente se vulnera el principio de selección objetiva, sino también la prohibición expresa contenida en el No. 8 del artículo 24 de la Ley 80 de 1993…»

La cláusula de Buena Administración, principio y derecho del ordenamiento jurídico colombiano

Consejo de Estado, Sección Tercera. C. P. JAIME ORLANDO SANTOFIMIO GAMBOA, 10 de octubre DE 2.016). Radicación: 11001-03-26-000-2015-00165-00 (55813).- «… 4.1.- Por averiguado se tiene que la Administración está sujeta al cumplimiento de los preceptos constitucionales establecidos en el preámbulo de la Constitución Política y los principios fundamentales del artículo 1°, esto es, que “Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de República (…) fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general” y el artículo 2° a cuyo tenor se lee que “Son fines esenciales del Estado: servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución (…) y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo”.

4.2.- Pero además, existe una cláusula de competencia especial para la Administración que deriva de las funciones que le asignó el constituyente en el artículo 209 constitucional, siendo estas: i) Estar al servicio de los intereses generales, por oposición a los partidistas, gremiales u otros que no representen el bien común; ii) Ceñirse a los principios de igualdad, moralidad, eficacia, economía, celeridad, imparcialidad y publicidad; y, por último, iii) Ejercer estas funciones mediante los instrumentos de la descentralización, la delegación y la desconcentración de ellas. Así, de la lectura de dichos principios es claro que se derivan en el ordenamiento jurídico – en materia de contratación pública – otros tales como el de planeación del negocio, legalidad, economía de mercado, llamados a gobernar la acción de la Administración.

4.3.- Resulta claro, entonces, que en el orden jurídico colombiano existe una especificidad constitucional a favor de la administración pública, comoquiera que, además de encontrarse sujeta a los principios y valores del preámbulo y los artículos 1º, 2º y 3º, el artículo 209 le asigna un especial rol funcional, como lo es el de estar al servicio de los intereses generales, observando unos particulares principios de acción.

4.4.- Por lo anterior, se tiene que a partir de una juiciosa lectura de tales principios y valores es que se encuentra que las actuaciones de la Administración no constituyen un rito ciego a la forma por la forma, la magnificación de lo adjetivo sobre lo material o de mero ejecutor formal de la Ley; contrario a ello, resulta que en el marco de un Estado Social y Democrático de Derecho los procedimientos que ésta tiene a su cargo tienen un derrotero específico, cual es concretar la “profunda vocación protectora y garantizadora de los derechos e intereses tanto individuales como colectivos en relación con la actividad de la Administración, predeterminando para ella senderos forzosos de actuación, y marcos sustanciales de contención a la arbitrariedad.”.

4.5.- Súmese a lo dicho que el concepto del principio de legalidad, inmanente al derecho administrativo, ha de ser entendido no como una mera correspondencia con las formales legales, sin más, sino que necesariamente se encuentra nutrido de los principios y valores del ordenamiento constitucional y convencional, por vía del bloque de convencionalidad y constitucionalidad. Es por ello que le es exigible a la administración concretar dichos principios y valores supralegales y supraconstitucionales en la toma de sus decisiones, teniendo como eje paradigmático la garantía plena y efectiva de los derechos fundamentales.

4.6.- Cuanto precede permite ver, entonces, que el ordenamiento constitucional fija los principios y valores fundamentales para la acción administrativa la cual, no tiene otra finalidad que la de realizar, en cada actuación, los postulados convencionales y constitucionales que dan sentido a la organización estatal.

4.7.- Tal cuestión encuentra un pertinente desarrollo legal en preceptos tales como el artículo 3° de la Ley 489 de 1998 y los artículos 23, 24, 25 y 26 de la Ley 80 de 1993 y 3° de la Ley 1437 de 2011, lo cual permite afirmar que a este entramado normativo subyace el principio jurídico de la Buena Administración, entendido este como un postulado normativo que ordena, en la mayor medida de las posibilidades fácticas y jurídicas, que la Administración garantice los derechos de los administrados cuando entran en interacción con ella, ejecute de buena fe y bajo el estándar de la debida diligencia los deberes funcionales que el ordenamiento jurídico convencional, constitucional y legal le ha confiado y adopte las decisiones que correspondan de manera razonable y ponderada conforme a los valores, principios y reglas que se desprenden del marco jurídico legal, constitucional y convencional.

4.8.- Así afirmado, resulta que no se trata de un enunciado meramente programático o aspiracional, pues el mismo trata, antes que nada, de la adscripción de un verdadero derecho fundamental a la Buena Administración o, lo que es lo mismo, la manifestación de una suerte de posiciones jurídicas, protegidas por el ordenamiento, de defensa, prestación positiva e igualdad cuya titularidad recae sobre los administrados.

4.9.- Así, los contornos de este derecho no implican cosa diferente a la garantía material o efectiva de ejercer una función administrativa volcada, de manera decidida, hacía la satisfacción de los derechos e intereses de los administrados, a la concreción de los principios convencionales y constitucionales en el proceder de la administración acorde al estándar de la debida diligencia, en la revaloración del principio de legalidad comprendido éste desde una perspectiva sustancial y garantística por oposición a estrechas lecturas formalistas, en la ponderada y suficiente motivación de las decisiones que se adopten, en el despliegue de una gestión oportuna y eficaz, en la realización del principio de economía como criterio rector de la acción administrativa, en la transparencia de su obrar y todas aquellas otras circunstancia que se tornan esenciales para satisfacer un postulado básico y axial en el marco del Estado Social y Democrático de Derecho cual es el de reconocer el empoderamiento de los ciudadanos como titulares de derechos y, por consiguiente, merecedores de una gestión administrativa de calidad.

4.10.- Para el caso en cuestión, la materia contractual, se encuentra que este derecho a la buena Administración presenta una configuración bifronte por cuanto, de un lado, presenta un cariz enderezado a la debida, ponderada y planeada configuración del objeto del contrato estatal, en sujeción irrestricta al principio de legalidad; pero, además, otro flanco de acción de este principio hace obligada presencia en los procedimientos de selección, ejecución y liquidación de los contratos estatales, esto es, transversalmente desde la etapa precontractual, pasando por aquella propiamente de ejecución y liquidación del contrato e, inclusive, respecto de las que sean posteriores a tal acto.

4.11.- Tal cosa encuentra asidero jurídico suficiente cuando se toma en cuenta, considerando puntualmente la normativa contractual, que i) la contratación estatal es precisamente uno de los instrumentos con que cuenta la Administración para el cumplimiento de los fines constitucionales del Estado[54], ii) dada la prominente y sustantiva misión que tiene a cuestas dicho instrumento resulta apenas lógico que se reitere, en el artículo 23 de la Ley 80 de 1993, la presencia y observancia de los principios de transparencia, economía y responsabilidad como rectores de la contratación estatal, iii) que el legislador, con especial cuidado, se ocupó de decantar concretos deberes que en virtud de cada principio se imponen a la Entidad o a los contratistas, en tanto colaboradores de la administración, iv) que en el marco de este desarrollo se destaca que en virtud del principio de responsabilidad el legislador prescribió que “1. Los servidores públicos están obligados a buscar el cumplimiento de los fines de la contratación, a vigilar la correcta ejecución del objeto contratado y la proteger los derechos de la entidad, del contratista y de los terceros que puedan verse afectados por la ejecución del contrato”, “2º Los servidores públicos responderán por sus actuaciones y omisiones antijurídicas y deberán indemnizar los daños que se causen por razón de ellas y “4º las actuaciones de los servidores públicos estarán presididas por las reglas sobre administración de bienes ajenos y por los mandatos y postulados que gobiernan una conducta ajustada a la ética y a la justicia, y, finalmente, ello guarda plena correspondencia con el artículo 40 inciso 3º de la misma ley cuando enseña: “En los contratos que celebren las entidades estatales podrán incluirse las modalidades, condiciones y, en general, las cláusulas o estipulaciones que las partes consideren necesarias y convenientes, siempre que no sean contrarias a la Constitución, la ley, el orden público y a los principios y finalidades de esta Ley y a los de la buena administración.

4.12.- Resulta palmario, entonces, que a partir de los mencionados preceptos de la Ley 80 de 1993 se decanta esa presencia singular del principio de la Buena Administración en el ámbito de la delineación del objeto contractual – en tanto que allí deben ser consideradas las cláusulas necesarias para la buena administración – así como transversalmente a lo largo de todas las actuaciones previas, concomitantes y posteriores a la contratación estatal – tal como se deriva del deber de los funcionarios de velar por la correcta ejecución del contrato, de la asunción de su responsabilidad personal por los daños que lleguen a causar y por la exigencia de una conducta ajustada a la ética y la justicia –, razón por la cual refulge la necesaria observancia de los postulados de este principio en cada una de estas circunstancias puntuales…»

El derecho al debido proceso

Sentencia C-034/14.- «… El debido proceso es un derecho fundamental. Posee una estructura compleja, en tanto se compone por un plexo de garantías que deben ser observadas en todo procedimiento administrativo o judicial, escenarios en los que operan como mecanismo de protección a la autonomía y libertad del ciudadano y límites al ejercicio del poder público. Por ese motivo, el debido proceso es también un principio inherente al Estado de Derecho, cuyas características esenciales son el ejercicio de funciones bajo parámetros normativos previamente establecidos y la erradicación de la arbitrariedad. Así lo ha explicado la Corte:  

“(…) el derecho al debido proceso se muestra como desarrollo del principio de legalidad, pues representa un límite al ejercicio del poder público, y en particular, al ejercicio del ius puniendi del Estado. En virtud del citado derecho, las autoridades estatales no podrán actuar en forma omnímoda, sino dentro del marco jurídico definido democráticamente, respetando las formas propias de cada juicio y asegurando la efectividad de aquellos mandatos que garantizan a las personas el ejercicio pleno de sus derechos».

En ese contexto, la jurisprudencia constitucional ha definido el debido proceso como el conjunto de etapas, exigencias o condiciones establecidas por la ley, que deben concatenarse al adelantar todo proceso judicial o administrativo. Entre estas se cuentan el principio de legalidad, el derecho al acceso a la jurisdicción y a la tutela judicial efectiva de los derechos humanos, el principio del juez natural, la garantía de los derechos de defensa y contradicción, el principio de doble instancia, el derecho de la persona a ser escuchada y la publicidad de las actuaciones y decisiones adoptadas en esos procedimientos.  

Esas garantías se encuentran relacionadas entre sí, de manera que -a modo de ejemplo- el principio de publicidad y la notificación de las actuaciones constituyen condición para el ejercicio del derecho de defensa, y la posibilidad de aportar y controvertir las pruebas, una herramienta indispensable para que las decisiones administrativas y judiciales se adopten sobre premisas fácticas plausibles. De esa forma se satisface también el principio de legalidad, pues solo a partir de una vigorosa discusión probatoria puede establecerse si en cada caso se configuran los supuestos de hecho previstos en las reglas legislativas y qué consecuencias jurídicas prevé el derecho para esas hipótesis. 

Una de las notas más destacadas de la Constitución Política de 1991 es la extensión de las garantías propias del debido proceso a las actuaciones administrativas. Ello demuestra la intención constituyente de establecer un orden normativo en el que el ejercicio de las funciones públicas se encuentra sujeto a límites destinados a asegurar la eficacia y protección de la persona, mediante el respeto por sus derechos fundamentales. El Estado Constitucional de Derecho es, desde esta perspectiva, un conjunto de garantías de esos derechos, al tiempo que las normas que determinan la estructura del Estado y sus instituciones deben interpretarse en función de esas garantías. En la sentencia C-980 de 2010, señaló la Sala Plena: 

 “Así entendido, en el ámbito de las actuaciones administrativas, el derecho al debido proceso hace referencia al comportamiento que deben observar las autoridades públicas en el ejercicio de sus funciones, en cuanto éstas se encuentran obligadas a “actuar conforme a los procedimientos previamente establecidos en la ley, con el fin de garantizar los derechos de quienes puedan resultar afectados por las decisiones de la administración que crean, modifican o extinguen un derecho o imponen una obligación o una sanción” (5.5. En el propósito de asegurar la defensa de los administrados, la jurisprudencia ha señalado que hacen parte de las garantías del debido proceso administrativo, entre otros, los derechos a: (i) ser oído durante toda la actuación, (ii) a la notificación oportuna y de conformidad con la ley, (iii) a que la actuación se surta sin dilaciones injustificadas, (iv) a que se permita la participación en la actuación desde su inicio hasta su culminación, (v) a que la actuación se adelante por autoridad competente y con el pleno respeto de las formas propias previstas en el ordenamiento jurídico, (vi) a gozar de la presunción de inocencia, (vii) al ejercicio del derecho de defensa y contradicción, (viii) a solicitar, aportar y controvertir pruebas, y (ix) a impugnar las decisiones y a promover la nulidad de aquellas obtenidas con violación del debido proceso”. 

En la sentencia C-089 de 2011, la Corporación profundizó en algunas características del derecho fundamental al debido proceso administrativo, distinguiendo su proyección y alcance en los momentos previos y posteriores de toda actuación:  

“Así mismo, la jurisprudencia constitucional ha diferenciado entre las garantías previas y posteriores que implica el derecho al debido proceso en materia administrativa. Las garantías mínimas previas se relacionan con aquellas garantías mínimas que necesariamente deben cobijar la expedición y ejecución de cualquier acto o procedimiento administrativo, tales como el acceso libre y en condiciones de igualdad a la justicia, el juez natural, el derecho de defensa, la razonabilidad de los plazos y la imparcialidad, autonomía e independencia de los jueces, entre otras. De otro lado, las garantías mínimas posteriores se refieren a la posibilidad de cuestionar la validez jurídica de una decisión administrativa, mediante los recursos de la vía gubernativa y la jurisdicción contenciosa administrativa.

7. La extensión de las garantías del debido proceso al ámbito administrativo no implica, sin embargo, que su alcance sea idéntico en la administración de justicia y en el ejercicio de la función pública. A pesar de la importancia que tiene para el orden constitucional la vigencia del debido proceso en todos los escenarios en los que el ciudadano puede ver afectados sus derechos por actuaciones públicas (sin importar de qué rama provienen), es necesario que la interpretación de las garantías que lo componen tome en consideración los principios que caracterizan cada escenario, así como las diferencias que existen entre ellos.

En relación con el debido proceso administrativo, debe recordarse que su función es la de permitir un desarrollo adecuado de la función pública, persiguiendo el interés general y sin desconocer los derechos fundamentales,  bajo los principios orientadores del artículo 209 de la Carta Política. Ello explica, como lo ha señalado la Corte, que el debido proceso administrativo deba armonizar los mandatos del artículo 29 Superior con los principios del artículo 209, ibídem. Y, en términos concretos, que las garantías deban aplicarse asegurando también la eficacia, celeridad, economía e imparcialidad en la función pública.

Estas consideraciones fueron inicialmente planteadas en la sentencia C-610 de 2012 y reiteradas en la sentencia C-640 de 2002, a la que se hizo referencia al momento de estudiar la eventual existencia de cosa juzgada constitucional. Por su importancia, se trascriben los apartes centrales de esas decisiones, a pesar de su extensión: 

“(…) podría interpretarse la demanda en el sentido que lo que el demandante quiso exponer en su censura fue que resultaba contrario al artículo 29 de la Carta que consagra el debido proceso también para las actuaciones administrativas, el que no se previeran recursos para controvertir el acto proferido por una autoridad administrativa en relación con solicitudes probatorias en el marco de una actuación de esta índole. (…) Un planteamiento de esta naturaleza debe partir de la identificación del tipo de procedimiento administrativo de que se trata (general), y tomar en cuenta las específicas exigencias que plantea el debido proceso administrativo (art. 29 C.P.) en conjunción con los principios que rigen la función pública (Art. 209 C.P.)., aspectos que claramente no se mencionan en la demanda. (…) Si bien la jurisprudencia constitucional ha establecido que las garantías mínimas propias del derecho fundamental al debido proceso, son aplicables al procedimiento administrativo (…), también ha advertido sobre las importantes diferencias que existen entre uno y otro procedimiento, derivadas de las distintas finalidades que persiguen.

En este sentido ha indicado que Mientras el primero busca la resolución de conflictos de orden jurídico, o la defensa de la supremacía constitucional o del principio de legalidad, el segundo tiene por objeto el cumplimiento de la función administrativa en beneficio del interés general. Esta dualidad de fines hace que el procedimiento administrativo sea, en general, más ágil, rápido y flexible que el judicial, habida cuenta de la necesaria intervención de la Administración en diversas esferas de la vida social que requieren de una eficaz y oportuna prestación de la función pública. No obstante, paralelamente a esta finalidad particular que persigue cada uno de los procedimientos, ambos deben estructurarse como un sistema de garantías de los derechos de los administrados, particularmente de las garantías que conforman el debido proceso”.

La imposibilidad de realizar una traslación mecánica de los contenidos del debido proceso judicial al debido proceso administrativo se fundamenta en que este último se encuentra regido por una doble categoría de principios rectores de rango constitucional que el legislador debe tener en cuenta a la hora de diseñar los procedimientos administrativos, de un lado, las garantías adscritas al debido proceso (art. 29) y de otra, los principios que gobiernan el recto ejercicio de la función pública (Art. 209).  Al respecto la jurisprudencia de esta Corte señaló: ‘a partir de una concepción del procedimiento administrativo que lo entiende como un conjunto de actos independientes pero concatenados con miras a la obtención de un resultado final que es la decisión administrativa definitiva, cada acto, ya sea el que desencadena la actuación, los instrumentales o intermedios, el que le pone fin, el que comunica este último y los destinados a resolver los recursos procedentes por la vía gubernativa, deben responder al principio del debido proceso. Pero como mediante el procedimiento administrativo se logra el cumplimiento de la función administrativa, el mismo, adicionalmente a las garantías estrictamente procesales que debe contemplar, debe estar presidido por los principios constitucionales que gobiernan la función publica y que enuncia el canon 209 superior. Estos principios son los de igualdad, moralidad, eficacia, economía, celeridad, imparcialidad y publicidad’”.

De lo expuesto, es posible concluir que (i) el debido proceso se desarrolla a partir del conjunto de exigencias y condiciones previstas por la ley para adelantar un procedimiento administrativo y judicial; (ii) está provisto de garantías mínima definidas en la Carta Política y la jurisprudencia constitucional, las cuales deben ser observadas por el Legislador al regular cada procedimiento; (iii) la extensión del debido proceso al ámbito de la administración es una característica de especial relevancia en el diseño constitucional del año 1991, de manera que en todas las actuaciones de las autoridades públicas debe asegurarse la participación del interesado, y sus derechos de defensa y contradicción; pero (iv), a pesar de ello no es posible trasladar irreflexivamente el alcance de las garantías judiciales a las administrativas porque en el segundo ámbito existe una vinculación a dos mandatos constitucionales, que deben ser armónicamente satisfechos. De una parte, las del artículo 29 Constitucional y de otra parte, las del debido proceso administrativo, definidas en el artículo 209 de la Carta Política (y actualmente desarrolladas por el Legislador en el artículo 3º del CPACA). Por ello, el segundo es más ágil rápido y flexible.  

El derecho a aportar y controvertir las pruebas, como componente del derecho fundamental al debido proceso. El problema jurídico planteado en esta oportunidad atañe al derecho a presentar pruebas, el cual ha sido considerado como un derecho fundamental autónomo, a la vez que una de las garantías del más amplio derecho al debido proceso [C-598 de 2011]. 

La importancia de las pruebas en todo procedimiento es evidente, pues solo a través de una vigorosa actividad probatoria, que incluye la posibilidad de solicitar, aportar y controvertir las que obran en cada trámite, puede el funcionario administrativo o judicial alcanzar un conocimiento mínimo de los hechos que dan lugar a la aplicación de las normas jurídicas pertinentes, y dar respuesta a los asuntos de su competencia ciñéndose al derecho sustancial.  En la sentencia C-1270 de 2000, la Corporación se refirió al alcance del derecho a presentar y controvertir pruebas, en el escenario de los conflictos propios del derecho laboral:  

3.2. Aun cuando el artículo 29 de la Constitución confiere al legislador la facultad de diseñar las reglas del debido proceso y, por consiguiente, la estructura probatoria de los procesos, no es menos cierto que dicha norma impone a aquél la necesidad de observar y regular ciertas garantías mínimas en materia probatoria. En efecto, como algo consustancial al derecho de defensa, debe el legislador prever que en los procesos judiciales se reconozcan a las partes los siguientes derechos: i) el derecho para presentarlas y solicitarlas; ii) el derecho para controvertir las pruebas que se presenten en su contra; iii) el derecho a la publicidad de la prueba, pues de esta manera se asegura el derecho de contradicción; iv) el derecho a la regularidad de la prueba, esto es, observando las reglas del debido proceso, siendo nula de pleno derecho la obtenida con violación de éste; v) el derecho a que de oficio se practiquen las pruebas que resulten necesarias para asegurar el principio de realización y efectividad de los derechos (arts. 2 y 228); y vi) el derecho a que se evalúen por el juzgador las pruebas incorporadas al proceso.   

(…) En la sentencia C-537 de 2006 la Corte Constitucional hizo una amplia referencia al alcance del derecho a probar. Aunque la providencia se ocupaba del ámbito penal, donde las garantías judiciales irradian su mayor fuerza normativa, con el propósito de prevenir restricciones injustificadas de la libertad personal, sus consideraciones son relevantes como marco ilustrativo del alcance de este derecho:

“El artículo 29 constitucional consagra el derecho fundamental a presentar pruebas y a controvertir las que se alleguen en contra del procesado. Se trata de una de las dimensiones más importantes del derecho de defensa, en el sentido de poder utilizar los medios de prueba legítimos, idóneos y pertinentes y a controvertir la evidencia presentada por los otros sujetos procesales. En tal sentido, la Corte ha considerado que (i) el juez sólo puede condenar con base en pruebas debidamente controvertidas que lo llevan a la certeza de la responsabilidad del procesado; (ii) se trata de una garantía que debe ser respetada en cualquier variedad de proceso judicial o administrativo; (iii)  para la validez y valoración de las pruebas deberá garantizarse a la contraparte el escenario para controvertirlas dentro del proceso en el que se pretenda hacerlas valer; (iv) el funcionario judicial vulnera el derecho de defensa y desconoce el principio de investigación integral, en aquellos casos en los cuales deja de solicitar, o practicar sin una justificación objetiva y razonable, aquellas pruebas que resultan fundamentales para demostrar las pretensiones de la defensa; (v) en virtud del derecho de contradicción, el procesado tiene derecho a oponer pruebas a aquellas presentadas en su contra, vulnerándose esta garantía cuando “se impide o niega la práctica de pruebas pertinentes, conducentes y oportunas en el proceso”; por otro lado, se refiere a la facultad que tiene la persona para participar efectivamente en la producción de la prueba, “por ejemplo interrogando a los testigos presentados por la otra parte o por el funcionario investigador” y  exponer sus argumentos en torno a lo que prueban los medios de prueba; y (vi) el núcleo esencial del derecho de defensa comprende la posibilidad real y efectiva de controvertir las pruebas.

En ese sentido, es posible concluir que la pluralidad de principios del debido proceso administrativo involucra los derechos de defensa y contradicción, ambos con naturaleza y estructura autónoma de derecho fundamental. En tal sentido, en sentencia T-1341 de 2001, la Corte sentenció: “i.) La efectividad de ese derecho en las instancias administrativas supone la posibilidad de que el administrado interesado en la decisión final que se adopte con respecto de sus derechos e intereses, pueda cuestionarla y presentar pruebas, así como controvertir las que se alleguen en su contra (CP, art. 29), pues, a juicio de la Corte, de esta forma se permite racionalizar el proceso de toma de decisiones administrativas, en tanto que …”  

El principio de prevalencia del derecho sustancial

Corte Constitucional. Sentencia C-029 de 1.995.-

«…Cuarta.- Derecho formal y derecho sustancial o material.- Cuando se habla de derecho sustancial o material, se piensa, por ejemplo, en el derecho civil o en el derecho penal, por oposición al derecho procesal, derecho formal o adjetivo.  Estas denominaciones significan que el derecho sustancial consagra en abstracto los derechos, mientras que el derecho formal o adjetivo establece la forma de la actividad jurisdiccional cuya finalidad es la realización de tales derechos.  Sobre esta distinción, anota Rocco:

«Al lado, pues, del derecho que regula la forma de la actividad jurisdiccional, está el derecho que regula el contenido, la materia, la sustancia de la actividad jurisdiccional. «El uno es el derecho procesal, que precisamente porque regula la forma de la actividad jurisdiccional, toma el nombre de derecho formal; el otro es el derecho material o sustancial. «Derecho material o sustancial es, pues, el derecho que determina el contenido, la materia, la sustancia, esto es, la finalidad de la actividad o función jurisdiccional».

De otra parte, las normas procesales tienen una función instrumental.  Pero es un error pensar que esta circunstancia les reste importancia o pueda llevar a descuidar su aplicación.  Por el contrario, el derecho procesal es la mejor garantía del cumplimiento del principio de la igualdad ante la ley.  Es, además, un freno eficaz contra la arbitrariedad.  Yerra, en consecuencia, quien pretenda que en un Estado de derecho se puede administrar justicia con olvido de las formas procesales.  Pretensión que sólo tendría cabida en un concepto paternalista de la organización social, incompatible con el Estado de derecho…»

Corte Constitucional, Sentencia C-499 de 2015.- 5.4.

«… Prevalencia del derecho sustancial sobre las formalidades. 5.4.1. El artículo 228 de la Constitución prevé que en las actuaciones que se adelanten ante la administración de justicia prevalecerá el derecho sustancial. Este tribunal ha puesto de presente que el derecho formal o adjetivo, valga decir, el que rige el procedimiento tiene una función instrumental, pese a que de él depende la garantía del principio de igualdad ante la ley y en su aplicación y el freno a la arbitrariedad, no es un fin en sí mismo.

5.4.2. Al tener una función instrumental, el derecho formal o adjetivo es un medio al servicio del derecho sustancial, de tal suerte que su fin es la realización de los derechos reconocidos por el derecho sustancial. Entre uno y otro existe una evidente relación de medio a fin. De ahí que, la conducta de sacrificar el derecho sustancial, por el mero culto a la forma por la forma, se enmarque dentro de una de las causales específicas de procedibilidad de la acción de tutela contra providencias judiciales, como es el caso del exceso ritual manifiesto…»

Agencia Estatal CCE. Concepto 397 de 2.020.-

«… Con todo, el principio de inalterabilidad de los Documentos Tipo debe armonizase con principios de orden constitucional, especialmente con el de prevalencia del derecho sustancial, consagrado en el artículo 228 de la Constitución Política. La interpretación armónica de tales principios, a juicio de la Agencia Nacional de Contratación Pública, impide que la entidad que adelanta el proceso contractual le rinda culto a las «formas», pues, en últimas, el deber que le asiste es el de tener en cuenta y aplicar los aspectos sustanciales de los Documentos Tipo, sin distingo de la formalidad de la que se sirva para ello los actores del sistema de contratación pública. De esta forma, si en los Documentos Tipo se establece, por ejemplo, que el proponente debe «diligenciar para cada uno de los ítems enunciados en el Formulario 1– Formulario de Presupuesto Oficial, el análisis de precios unitarios», dicha obligación debe entenderse satisfecha cuando el proponente lleva a cabo el análisis de los precios unitarios para cada uno de los ítems enunciados en el referido Formulario, sin distingo de la forma de la que se sirvió el proponente para diligenciar la información solicitada, claro está, siempre que en los Documentos Tipo no se exija una formalidad de manera expresa al proponente, hipótesis  que, en todo caso, es eventual y excepcional.

En relación con el principio constitucional sub examine, la Corte Constitucional ha señalado que «[…] por disposición del artículo 228 Superior, las formas no deben convertirse en un obstáculo para la efectividad del derecho sustancial, sino que deben propender por su realización. Es decir, que las normas procesales son un medio para lograr la efectividad de los derechos subjetivos y no fines en sí mismas». Ese fue el sentido que inspiró la Sentencia C-029 de 1995, mediante la que declaró exequible el artículo 4º del Código de Procedimiento Civil, argumentando, además, que el artículo 228 de la Constitución reconoce que «prevalecerá el derecho sustancial», con lo que también está reconociendo, según el tribunal constitucional, que el fin de los procedimientos es la realización de los derechos consagrados en abstracto por el derecho objetivo.

El carácter inalterable de los Documentos Tipo no puede, entonces, hacerse extensivo a los aspectos materiales de tales documentos, esto es, el tamaño y tipo de letra, las márgenes o las expresiones que pretenden hacer más comprensible el documento, como es el caso de aquellas que informan que una expresión larga será referida con otra similar pero más corta. Todo porque estos aspectos en nada afectan la aplicación y alcance de los Documentos Tipos; en otras palabras, porque no afectan su contenido esencial y, mucho menos, las obligaciones, deberes y derechos que se derivan para las partes contratantes…»  

Principio de la confianza legítima

Consejo de Estado, Sala Plena, C.P. WILLIAM HERNÁNDEZ GÓMEZ. 2 de mayo de 2018.- Radicación número: 11001-03-15-000-2015-00110-00.- “… En este punto la Sala Plena del Consejo de Estado resalta, ratifica y complementa lo expuesto en la providencia objeto de recurso en relación con la salvaguarda y protección del principio de confianza legítima, así:

a) El principio de confianza legítima, como correlativo necesario de los principios de seguridad jurídica y buena fe, desde la perspectiva que interesa al presente asunto busca salvaguardar y no sancionar la conducta de quien actúa prevalido y convencido de que existen precedentes judiciales ciertos y vinculantes que regulan su conducta de determinada manera, y que por lo tanto, no ofrecen duda o desconfianza para realizar la actividad que se propone; es decir, que la persona se encuentra protegida ante un cambio intempestivo en la interpretación de las normas.

Lo anterior porque «[…] el ciudadano -entiéndase toda persona- debe poder evolucionar en un medio jurídico estable y previsible, en cual pueda confiar […]», y por lo tanto prever en que cualquier discusión sobre su actuar será resuelta con base en el significado viviente del derecho, vigente para la época de la realización del acto.

b) Pese a lo anterior, cuando existen criterios divergentes al interior de una misma corporación judicial o en la jurisprudencia aplicable, no es posible encasillarse en uno de ellos y desconocer los otros, para alegar confianza legítima. Es decir, no se genera esta protección cuando:

IV) Existan posiciones controversiales al interior de las altas cortes, o entre estas, y se encuentran pendientes de unificación.

V) Haya una tesis aislada que controvierte, sin fines de unificación o de cambio de posición jurisprudencial, la que pacíficamente ha defendido una alta corporación judicial.

Actuar con base en estas posiciones implica una lectura parcial del caso para acoger la interpretación más favorable a los intereses de quien así lo hace, con el riesgo de que judicialmente pueda concluirse lo contrario, dada la discusión interpretativa existente. Es ello, precisamente, lo que permite negar la salvaguarda de la confianza legítima a quien actúa prevalido de esa interpretación. Así las cosas, la garantía o salvaguarda que otorga este principio solo se aplica cuando:

VI) Previo al hecho exista una sentencia de unificación jurisprudencial con base en la cual el sujeto actúa. Esto, porque precisamente las finalidad de este tipo de providencias es la de garantizar los principios de confianza legítima, seguridad jurídica e igualdad, o

VII) La posición sobre un punto de derecho es pacífica, reiterada y no controvertida por la jurisprudencia de las altas corporaciones judiciales.

c) Por último, es necesario ratificar que el ciudadano no puede esgrimir la protección de su confianza legítima cuando actúa con fundamento en la posición interpretativa de una autoridad administrativa, que a su vez se ampara en jurisprudencia aislada y/o controversial, o no unificada de las altas cortes…”

Algunos aforismos sabios y útiles

Comparto con los lectores este texto publicado por la Universidad Autónoma de México, el que contiene algunos principios generales del derecho a modo de aforismos, los cuales considero no solo acertados, sino además útiles en la argumentación jurídica.